Josefa, la popular y
entrañable señora Pepa, estimada por sus vecinos, era una de esas
mujeres entregadas a las necesidades ajenas que pasan por el mundo con
exquisita caridad. Y cuando ésta se ejerce de forma tan cercana y
natural, cuajada de sencillez evangélica, como hizo ella, los gestos de
ternura inmersos en el paisaje cotidiano parecen entrar dentro de lo
ordinario, de lo previsible; es el fruto de la costumbre. Como es tan
fácil habituarse a recibir las dádivas de una persona generosa, a veces,
aunque sea de manera inconsciente, puede terminarse por no valorar su
quehacer.
Desde que nació en
Algemesí, Valencia, España, el 11 de diciembre de 1820, esta beata fue
acogida con la alegría que comporta ver cómo florece la vida trayendo
consigo el aroma del Creador. Además, el gozo era especialmente visible
en el hogar de Francisco y Josefa María que sería bendecido con cinco
hijos, prole que ella inauguraba. Poco a poco, con sus virtudes se
convirtió en una especie de talismán para los habitantes de su ciudad
natal. La pérdida de su madre, cuando tenía 13 años, le instó a
depositar su desolación en el regazo de la suprema maestra del dolor:
María. En la capilla de los dominicos, postrada de hinojos ante la
imagen de la Virgen del Rosario, anegada en llanto se puso bajo su
amparo pidiéndole que fuese su madre. A partir de ese momento, Ella
sería su punto de referencia. Y seguramente influyó en su decisión de
consagrarse a Dios por completo a sus 18 años con voto perpetuo de
castidad.
El párroco de San
Jaime, Gaspar Silvestre, durante casi tres décadas la condujo firmemente
por el sendero de la virtud. Pero ella correspondía con inestimable
ayuda atendiendo la parroquia, ocupándose de los ornamentos litúrgicos y
del cuidado de los altares. Se había formado en la Enseñanza, escuela
que dependía del cabildo catedralicio, y paralelamente, mientras
contribuía con su trabajo a las tareas domésticas, aprendió el arte del
bordado que ejecutaba con maestría. De esta cualidad se beneficiaba la
parroquia en la que se podían apreciar las primorosas labores que salían
de sus manos. Y fue además un instrumento fecundo para su apostolado,
ya que puso a merced de jóvenes y niñas su buen hacer transmitiéndoles
gratuitamente sus conocimientos en un espacio habilitado al efecto en su
propio domicilio. Era una ocasión única, que no desperdició, para
compartir la fe con ellas y con las madres que las acompañaban mientras
les daba clases de lectura o las adiestraba en la costura y bordado.
Pero también amas de casa y niños salieron fortalecidos de la «escuela
dominical» desde la que catequizaba.
Sin otro anhelo que
ofrendarse a sí misma en el entorno que la vio nacer, se hizo terciaria
carmelita. Su afán era llevar a todos a Dios. «¡Almas, almas para Dios! ¡No quiero que se condenen! ¡Señor, ayúdame a conseguirlo!»,
era su ferviente súplica. Por eso aprovechaba cualquier situación en
las que se veía inmersa para evangelizar. Era bien conocida por su
generosidad ilimitada. Atendía y socorría a huérfanos y toda clase de
desfavorecidos, consolaba a los enfermos, a quienes visitaba
asiduamente, y siempre disponía de sus recursos económicos para ayudar a
quien lo precisaba. Supo ganarse a la gente con su talante
clarividente, conciliador, lleno de prudencia, puesto de relieve en los
acertados consejos que proporcionaba a unos y a otros.
Además de participar
diariamente en la misa, dedicaba muchas horas diarias a la oración,
clave en toda consagración que culmina en los altares. El ejercicio de
las virtudes de la humildad, paciencia, abnegación, silencio y fidelidad
en la obediencia eran características en su vida. Siempre mostró su
devoción a la Eucaristía y a María. Entre los santos, tenía predilección
por Juan de la Cruz. Con su autoridad moral contribuyó a que muchos
alejados se integraran en la parroquia. De la multitud de actos de
caridad que se podrían referir de ella, el brillo de esta virtud
principal se hizo particularmente ostensible durante la epidemia de
cólera de 1885.
Su existencia prosiguió
sin mayor notoriedad, guiada por el afán de hacer el bien a todos,
hasta que la sencilla y fecunda ofrenda de amor que había trazado con su
vida esta admirable laica, culminó el 24 de febrero de 1893 cuando
tenía 73 años. Juan Pablo II la beatificó el 25 de septiembre de 1988.
Fuente: Zenit.org
No hay comentarios:
Publicar un comentario