¡Medita
en la humildad de María desde su infancia!
A veces imaginamos y concebimos algunas páginas del evangelio, demasiado teñidas
de azul celeste o excesivamente bañadas en un marcado tinte poético. Sin duda
en cierta casa de Nazaret se respiraría un penetrante perfume de paraíso, pero
a la vez la vida allí discurriría dentro de una gran normalidad. Y debió
desenvolverse con todos los colores. Los colores de todos los días. Grises
también.
La vida de la Santísima Virgen se vio salpicada de eventos extraordinarios. Es
verdad. pero la mayor parte transcurrió de un modo muy ordinario y sencillo. A
blanco y negro. Incluso esos episodios sublimes y grandiosos, María los debió
vivir con la humildad y sencillez habituales en Ella.
María tenía motivos más que suficientes para crecerse, engreírse, reconocerse
superior a sus semejantes. Se vio adornada de dones y gracias que excedían con
mucho a los de las demás personas. Recibió privilegios que la situaban muy por
encima de los más privilegiados de este mundo. Sin embargo, Ella vivió siempre
y en todo momento con una humildad y simplicidad que nos llenan de asombro.
“Su humildad -dirá San Juis M. Grignion de Montfort- fue tan profunda que no
tuvo en esta tierra otro deseo más fuerte y más continuo que el de esconderse a
sí misma y a todos, para ser conocida únicamente por Dios”.
Basta contemplarla en algunos de los momentos que conocemos de su vida para
percatarnos de ello.
Humildad en su infancia.
Humildes fueron sus padres. Según una antigua tradición, de la que hay
constancia ya desde el siglo II, fue hija de Joaquín y Ana. Dos personajes que,
de no haber sido los padres de María, hubieran pasado desapercibidos para todo
el mundo. Eran originarios de Nazaret, pequeña aldea de Galilea a unos 170
kilómetros de Jerusalén.
A decir verdad, no conocemos más que esos escasísimos datos de la humilde niñez
e infancia de María. Es de suponer que vivió esos años preciosos en la más
absoluta normalidad. Una niña más de un pueblo desconocido. Pero que debió
llenar de gozo a todos cuantos la trataron por su sencillez y alegría
contagiosas.
Humildad en el momento de la Anunciación
Es admirable ir comparando cada frase del anuncio del ángel del Señor y la
reacción de María. Él la llama “Llena de gracia...” y Ella se turba, se
sonroja. Él le asegura: “has hallado gracia delante de Dios”; es decir, le has
encantado a Dios... Y Ella agacha su cabeza más ruborizada aún.
El mensajero celeste continúa anunciando grandezas sublimes: “Tu Hijo será
grande; será llamado Hijo del Altísimo... Reinará sobre el trono de David, y su
reino no tendrá fin..”. Y a Ella no se le ocurrió contestar: “he aquí la Vara
de Jesé, he aquí la Flor de Cades, he aquí la Turris eburnea”; ni tampoco “he
aquí la Reina de Israel” o “la Madre del Altísimo...” No se le ocurrió despedir
al ángel diciéndole con ese típico aire de altivez: “Gabriel, puedes retirarte
de mi presencia. Comunicaré mi decisión directamente al Altísimo, cuando lo
juzgue oportuno, después de pensarlo mejor”. No. María dijo sencillamente: “he
aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.
Y a partir de ese momento, a eso se dedicó. A comportarse como esclava, siendo
Reina. Se puso a reinar sirviendo. De hecho lo primero que hizo fue irse de
prisa a servir y ayudar a su prima Isabel que estaba en cinta.
Humildad en la visita a su prima Isabel
Antes de nada sería interesante prestar atención al viaje hacia la región
montañosa. No viajó como una Reina. No dispuso de carroza y ni estuvo rodeada
de pajes que la atendían... Claro que no. La mayor parte del trayecto lo hizo,
sin duda, a pie (y era más bien largo: varios días de camino). Además, iba
-dice el evangelio- “con presteza”, con prisa. Prisa por servir. No iba de
excursión, ni aprovechó para hacer turismo...
Tras el duro viaje -que se hizo más llevadero al saber a quién llevaba en su
seno-, por fin llegó María a casa de Isabel. Cuando se saludaron, de nuevo se
puso a prueba su humildad ante las palabras de su prima: “de dónde a mí que la
Madre de mi Señor venga a verme”. Aquello fue como para recordarle a María
quién era Ella... Pero, por lo visto, se le olvidó de inmediato. Su corazón no
conoció ni el más leve orgullo. Pemán lo ilustra con esta acertada comparación:
“Si tuviera lengua la fuente cuando la embellece el sol de una clara mañana,
¿qué orgullo habría en que la fuente dijera, con aire de canción, que
magnificaba al sol porque la había llenado de luz?... María magnificó al
Señor”. Devolvió a Dios con su Magnificat los honores y glorias salidos de la
boca de Isabel y se puso a servir.
Sí, la Madre de Dios, la Madre del Señor, de sirvienta. Y no lo hizo girando
órdenes al personal de servicio. No lo hizo dando instrucciones con guantes de
seda blancos. No, no. A mano limpia. Barriendo, fregando, cosiendo, yendo por
agua a la fuente del pueblo, o llevando la basura a tirar al barranco...
Quitando a su prima de las manos los platos sucios para lavarlos Ella, la ropa
sucia para tallarla en el lavadero junto al río, las prendas rotas para
zurcirlas...
E Isabel, que sabía quién era María, mortificada... Pero María a lo que iba...
a servir... y no a ser tratada como la Madre del Señor de cielos y tierra. No.
Nunca aprendió María a distinguir bien cuáles son esas cosas que no pueden
hacer las señoras y esas cosas que sólo pueden hacer las sirvientas.
En María descubrimos que el prójimo (su prima o quien sea) es más importante
que Ella, hasta el punto de dedicarle su tiempo y su vida, incluso estando como
estaba en el centro de la historia porque llevaba en sí al Señor de la misma.
¡Qué sencilla y humilde, la Virgen, nuestra Madre! Su dignidad y grandeza las
manifestó en un amor hecho servicio sencillo y alegre.
Por:
P. Marcelino de Andrés | Fuente: www.catholic.net
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