Bautismo y confesión son, así, dos lazos de amor
La Sangre de Jesucristo es la que hace deslizar la absolución del sacerdote por el semblante del alma.
Dios es Padre. Por eso conoce
muy bien a cada uno de sus hijos. Nos ama desde toda la eternidad. Nos
ofrece su perdón con una infinita ternura. Nos envía a su Hijo. Nos
rescata del pecado. Nos convierte, con el bautismo, en miembros de la Iglesia.
Los seres humanos, sin embargo, estamos
heridos por una debilidad que nos acecha continuamente. El bautismo limpia la
culpa original, pero a lo largo del camino las tentaciones abundan. Mundo,
demonio y carne nos amenazan. Si abrimos la puerta al mal, pecamos.
Por eso Dios nos ofrece nuevas
oportunidades. Tras el pecado siguen abiertas las puertas de la
misericordia. Cada día es una nueva oportunidad para volver a casa. Basta
con dejarnos perdonar.
En el “Diálogo” de Santa
Catalina de Siena encontramos un texto que refleja estas ideas con un modo
sorprendente, pues considera al sacramento de la penitencia como un
“bautismo continuo”. Estas son sus palabras, expresadas como si Dios Padre
se las hubiera dicho: “Yo conocía la debilidad y
fragilidad del hombre, que le lleva a ofenderme. No que se vea forzado por ella
ni por ninguna otra cosa a cometer la culpa, si él no quiere, sino que, como
frágil, cae en culpa de pecado mortal, por la que pierde la gracia que recibió
en el santo bautismo en virtud de la Sangre de mi Hijo.
Por esto fue necesario que mi
Caridad divina proveyese a dejarles un bautismo continuo, el cual se recibe con
la contrición del corazón y con la santa confesión, hecha a los pies de mis
ministros. La Sangre de Jesucristo es la que hace deslizar la absolución del
sacerdote por el semblante del alma.
Si la confesión es imposible,
basta la contrición del corazón. Entonces es mi clemencia la que os
da el fruto de esta preciosa sangre. Mas, pudiendo confesaros, quiero que lo
hagáis. Quien pudiendo no se confiesa, se ha privado del precio de la
Sangre del Cordero” (Santa Catalina de Siena, “El diálogo”).
También el Concilio de Trento
presenta la confesión como una segunda oportunidad, como una muestra concreta
del Amor fiel de un Dios que acude a rescatarnos de nuestras debilidades. En el
decreto sobre la Penitencia y la Extremaunción (25 de noviembre de 1551) leemos
lo siguiente:
“Si tuviesen todos los
reengendrados tanto agradecimiento a Dios, que constantemente conservasen la
santidad que por su beneficio y gracia recibieron en el Bautismo, no habría
sido necesario que se hubiese instituido otro sacramento distinto de este, para
lograr el perdón de los pecados.
Mas como Dios, abundante en su
misericordia, conoció nuestra debilidad, estableció también remedio para la
vida de aquellos que después se entregasen a la servidumbre del pecado, y al
poder o esclavitud del demonio; es a saber, el sacramento de la Penitencia, por
cuyo medio se aplica a los que pecan después del Bautismo el beneficio de la
muerte de Cristo.
Fue en efecto necesaria la
penitencia en todos tiempos para conseguir la gracia y justificación a todos
los hombres que hubiesen incurrido en la mancha de algún pecado mortal, y aun a los que pretendiesen
purificarse con el sacramento del Bautismo; de suerte que abominando su maldad,
y enmendándose de ella, detestasen tan grave ofensa de Dios, reuniendo el
aborrecimiento del pecado con el piadoso dolor de su corazón”.
Bautismo y confesión son, así,
dos lazos de amor (cf. Os 11,4) con los que Dios nos atrae hacia sí, a través del
sacrificio pascual de su Hijo. “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su
Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida
eterna” (Jn 3,16).
Ante tanto amor, solo nos queda
cantar continuamente la misericordia del Padre, con el coro magnífico de los
redimidos, con la voz de tantos pecadores perdonados, con las palabras de sus
mejores amigos. Hacemos nuestras las palabras de Santa Catalina de Siena:
“¡Oh Misericordia, que nace de
tu Divinidad, Padre Eterno, y que gobierna el mundo entero! En tu misericordia
fuimos creados; en tu misericordia fuimos creados de nuevo en la sangre de tu
Hijo. Tu misericordia nos conserva. Tu misericordia puso a tu Hijo en los
brazos de la cruz, luchando la muerte con la vida, y la vida con la muerte. La
vida entonces derrotó a la muerte de nuestra culpa y la muerte de la culpa
arrancó la vida corporal al Cordero inmaculado. ¿Quién quedó vencido? La
muerte. ¿Cuál fue la causa de ello? Tu misericordia.
Tu misericordia vivifica e
ilumina. Mediante ella conocemos tu clemencia para con todos, justos y
pecadores. Con tu misericordia mitigas la justicia; por misericordia nos has
lavado en la Sangre; por pura misericordia quisiste convivir con tus criaturas.
¡Oh loco de amor! ¿No te bastó
encarnarte? ¡Quisiste morir! Tu misericordia te empuja a hacer por el hombre
más todavía. Te quedas en comida para que nosotros, débiles, tengamos sustento, y
los ignorantes, olvidadizos, no pierdan el recuerdo de tus beneficios. Por eso
se lo das al hombre todos los días, haciéndote presente en el sacramento del
altar dentro del Cuerpo místico de la santa Iglesia. Y esto, ¿quién lo ha
hecho? Tu misericordia. ¡Oh Misericordia! A cualquier parte que me vuelva, no
hallo sino misericordia” (Santa Catalina de Siena, “El diálogo”).
Por: P.Fernando Pascual,
L.C. | Fuente: Catholic.net
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