El salmo 50 fue compuesto por el rey David luego de su gran
arrepentimiento por haber pecado con Betsabé y tras ser acusado por
el profeta Natán de todas las injusticias derivadas de su grave
falta. Este salmo es para la Iglesia, el salmo penitencial por excelencia. El
sentido de la penitencia cristiana -especialmente en la Cuaresma- es siempre un
anhelo de convertirse a Dios, de descubrir su amor misericordioso. Siendo
Cristo, a los ojos de la fe, la epifanía encarnada de Dios, las almas
penitentes hallan en el rostro paciente y benigno de Jesús, la fuente
inagotable de conversión y misericordia. Recémoslo con
frecuencia y con sincero arrepentimiento.
SALMO 50
Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.
Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado:
contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces.
En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente.
Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre.
Te gusta un corazón sincero,
y en mi interior me inculcas sabiduría.
Rocíame con el hisopo: quedaré limpio;
lávame: quedaré más blanco que la nieve.
Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.
Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.
Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío,
y cantará mi lengua tu justicia.
Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.
Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú no lo desprecias.
Señor, por tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén:
entonces aceptarás los sacrificios rituales,
ofrendas y holocaustos,
sobre tu altar se inmolarán novillos.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.
Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado:
contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces.
En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente.
Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre.
Te gusta un corazón sincero,
y en mi interior me inculcas sabiduría.
Rocíame con el hisopo: quedaré limpio;
lávame: quedaré más blanco que la nieve.
Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.
Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.
Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío,
y cantará mi lengua tu justicia.
Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.
Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú no lo desprecias.
Señor, por tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén:
entonces aceptarás los sacrificios rituales,
ofrendas y holocaustos,
sobre tu altar se inmolarán novillos.
DE LOS SERMONES DE SAN AGUSTÍN:
(Sermón 19, 2-3; CCL 41, 252-254).
Mi sacrificio es un espíritu quebrantado.
Yo reconozco mi culpa, dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate tú
perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente
y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de
nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a
sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que
corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos,
están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así como nos enseña el
salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi
culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que así ora no atiende a los
pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial,
como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo,
y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón (...).
Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado;
tú no lo desprecias. Este es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el
rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar
perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay
que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice
también el salmo: Oh Dios, crea en mi un corazón puro. Para que sea creado este
corazón puro, hay que quebrantar antes el impuro.
Sintamos disgusto de nosotros mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta
a Dios. Y, ya que no estamos libres de pecado, por lo menos asemejémonos a
Dios en nuestro disgusto por lo que a Él le disgusta. Así tu voluntad coincide
en algo con la de Dios, en cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor.
Fuente: www.catolicidad.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario