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Trataban de capturar a Jesús, pero aún no había llegado su hora


Jesús, nos muestra hoy, no solo su misión, si no tambien su actitud prudente y comprometida.

Sabiduría 2,1. 12-22: “Condenemos al justo a una muerte ignominiosa”
Salmo 33: “El Señor no está lejos de sus fieles”
San Juan 7,1-2. 10. 25-30: “Trataban de capturar a Jesús, pero aún no había llegado su hora”

Hay sentencias en nuestro pueblo llenas de sabiduría, pero a veces parecen también llenas de fatalismo. Si alguien se libró de un fuerte peligro y logró salir con vida, decimos: “Es que aún no le había llegado su hora”; por el contrario, si alguien aparentemente estaba libre del peligro, pero a pesar de todo fallece, afirmamos: “Es que nadie puede pasar de la raya que le tienen señalada”.  Son formas de hablar en las que se entremezcla la libertad y la responsabilidad de la persona y el sentido de la providencia y de la dependencia de Dios que tenemos todos los hombres y los acontecimientos. Hoy San Juan nos habla de la “hora de Jesús”. Pero no lo habla en el sentido determinista y que no tiene escapatoria. Habla en el sentido de una entrega plena, consciente y libre para ponerse en manos de su Padre y entregarse al sufrimiento por amor a los hombres. Es curioso la forma en que lo hace San Juan: la hora de Jesús, aun en los peores sufrimientos, aparece como una hora de glorificación y de reconocimiento. Así une la entrega y la glorificación. La fiesta de los Tabernáculos o de los Campamentos, es una de las más populares que se celebraban en Jerusalén y recordaba el paso del pueblo de Israel por el desierto. Jesús se presenta en la fiesta, aunque ya iniciada la fiesta y con una prudencia lógica frente a las hostilidades de los judíos. Pero Jesús no se calla sino que predica abiertamente escudado en la multitud que lo escucha y lo atiende. No se arriesga imprudentemente pero tampoco elude sus compromisos. Se muestra abiertamente como el enviado del Padre aunque los judíos afirmen que no saben de dónde viene. Así es Jesús libre y profético. Así nos enseña también no sólo su misión sino también la actitud prudente pero comprometida. No es el miedo a lo que han de decir, pero tampoco son las bravuconerías o los riesgos innecesarios. Es saber que cada momento y cada instante se debe vivir plenamente en presencia del Padre pero sin hacer los alardes providencialistas que a nada llevan. Descubramos hoy también nuestro tiempo como la hora y el momento que Dios nos regala para  con esperanza y responsabilidad llenarlo de sentido.


Por: Mons. Enrique Diaz, Obispo Coadjutor de la Diócesis de San Cristobal de las Casas /www.catholic.net 

La Madre estaba junto a la Cruz - por San Bernardo, abad

El martirio de la Virgen queda atestiguado por la profecía de Simeón y por la misma historia de la pasión del Señor. Éste –dice el santo anciano, refiriéndose al niño Jesús– está puesto como una bandera discutida; y a ti –añade, dirigiéndose a María– una espada te traspasará el alma.

En verdad, Madre santa, una espada traspasó tu alma. Por lo demás, esta espada no hubiera penetrado en la carne de tu Hijo sin atravesar tu alma. En efecto, después que aquel Jesús –que es de todos, pero que es tuyo de un modo especialísimo– hubo expirado, la cruel espada que abrió su costado, sin perdonarlo aun después de muerto, cuando ya no podía hacerle mal alguno, no llegó a tocar su alma, pero sí atravesó la tuya. Porque el alma de Jesús ya no estaba allí, en cambio la tuya no podía ser arrancada de aquel lugar. Por tanto, la punzada del dolor atravesó tu alma, y, por esto, con toda razón, te llamamos más que mártir, ya que tus sentimientos de compasión superaron las sensaciones del dolor corporal.

¿Por ventura no fueron peores que una espada aquellas palabras que atravesaron verdaderamente tu alma y penetraron hasta la separación del alma y del espíritu: Mujer, ahí tienes a tu hijo? ¡Vaya cambio! Se te entrega a Juan en sustitución de Jesús, al siervo en sustitución del Señor, al discípulo en lugar del Maestro, al hijo de Zebedeo en lugar del Hijo de Dios, a un simple hombre en sustitución del Dios verdadero. ¿Cómo no habían de atravesar tu alma, tan sensible, estas palabras, cuando aun nuestro pecho, duro como la piedra o el hierro, se parte con sólo recordarlas?

No os admiréis, hermanos, de que María sea llamada mártir en el alma. Que se admire el que no recuerde haber oído cómo Pablo pone entre las peores culpas de los gentiles el carecer de piedad. Nada más lejos de las entrañas de María, y nada más lejos debe estar de sus humildes servidores.

Pero quizá alguien dirá: «¿Es que María no sabía que su Hijo había de morir?» Sí, y con toda certeza. «¿Es que no sabía que había de resucitar al cabo de muy poco tiempo?» Sí, y con toda seguridad. «¿Y, a pesar de ello, sufría por el Crucificado?» Sí, y con toda vehemencia. Y si no, ¿qué clase de hombre eres tú, hermano, o de dónde te viene esta sabiduría, que te extrañas más de la compasión de María que de la pasión del Hijo de María? Este murió en su cuerpo, ¿y ella no pudo morir en su corazón? Aquélla fue una muerte motivada por un amor superior al que pueda tener cualquier otro hombre; esta otra tuvo por motivo un amor que, después de aquél, no tiene semejante.

Oración:

Señor, tú has querido que la Madre compartiera los dolores de tu Hijo al pie de la cruz; haz que la Iglesia, asociándose con María a la pasión de Cristo, merezca participar de su resurrección. Por nuestro Señor Jesucristo.


Fuente: www.catolicidad.com

Solemnidad de la Anunciación y día del niño por nacer



Nueve meses exactos antes de la celebración de la Navidad, la Iglesia dedica en su calendario el día 25 de marzo a la contemplación del misterio de la Encarnación del Señor. En efecto, Aquel que nacerá más tarde en el pobre portal de Belén, este día comienza a formarse en el seno materno y virginal de la que con razón será llamada Madre de Dios, pues es Dios mismo, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, vale decir, el Hijo, quien asume en sus purísimas entrañas la humana naturaleza que, desde el momento del anuncio del ángel, queda así unida hipostáticamente (en la misma y única Persona o Hipóstasis) al Verbo de Dios. De este modo, nos es dado en medio de la Cuaresma vivir algo de la alegría propia del tiempo navideño, al celebrar en un mismo día la gloria y la humildad del Hijo y de la Madre.

Entre otras, la realidad del misterio que se celebra connota una referencia a esa fase del desarrollo de toda vida individual, cual es la que se lleva a cabo dentro del claustro materno; motivo por el cual en muchos países, incluso a través de la sanción de leyes civiles, se ha establecido el día de la fecha como “Día del Niño por nacer”, respondiendo de esta forma a la amenaza del aborto, que se cierne de un modo especial en la actualidad sobre los nascituri. El santo papa Juan Pablo II, quien firmó precisamente en un día como hoy del año 1995 su encíclica sobre la defensa de la vida, Evangelium vitae, señala esta conexión misteriosa cuando dice que “la Navidad pone también de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por cada niño que nace” (Evangelium vitae, n. 1).

A este respecto, es interesante considerar el inicio de la vida humana a la luz de las verdades de la fe, ya que, si bien es cierto que incluso desde un punto de vista meramente natural la vida humana está dotada de un valor y dignidad propios, esta grandeza se ve realzada si se la refiere al misterio de la redención. En este sentido, dice el Santo Padre: “Es precisamente en esa «vida [sobrenatural]» donde encuentran pleno significado todos los aspectos y momentos de la vida del hombre (…) Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el proceso unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida divina, que alcanzará su plena realización en la eternidad” (Ibid., nn.1-2).

A partir de los supuestos precedentes, se puede percibir con más claridad el verdadero horror entrañado en la práctica del aborto, a la que el Concilio Vaticano II había calificado de “crimen abominable” (Gaudium et spes, n. 51), en sintonía con toda la Tradición del Iglesia. Juan Pablo II, por su parte, nos ha querido brindar, hacia la mitad del histórico documento, una síntesis precisa de la secular doctrina católica, en términos tan categóricos que reflejan fielmente la inmutabilidad de la verdad sobre el bien moral: “Con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores”, dice el Sumo Pontífice, “en comunión con todos los Obispos (…), declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal” (Evangelium vitae, n. 62).

Es importante indicar, como lo hace el Papa en el texto citado, que la enseñanza moral de la Iglesia en torno al aborto pertenece de suyo al orden natural, y es asequible, por tanto, a la recta razón de todo hombre de buena voluntad; en este sentido, no constituye propiamente una doctrina “religiosa”. De ahí que sea responsabilidad de todo Estado, confesional o no, el velar por el respeto del derecho fundamental a la vida, y sancionar con severidad la comisión de este crimen.

A propósito de ello, señala el Papa reiteradamente la paradoja de que asistamos a la proliferación de la prácticas abortistas, amparadas en muchos casos por las legislaciones nacionales, en una época que se destaca precisamente por la presunta promoción de los derechos humanos y la adopción casi invariable de regímenes democráticos de gobierno. 

La explicación de esta contradicción se halla, sin embargo, en el relativismo moral. En efecto, “no falta quien considera este relativismo como una condición de la democracia, ya que sólo él garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y a la intolerancia” (Ibid., n. 70). El resultado de todo ello no es otro que el de una tiranía ejercida en nombre del pluralismo, una de cuyas manifestaciones es la actual “cultura de la muerte”, cristalizada en verdaderas  y auténticas “estructuras de pecado” (cfr. ibid., n. 14), que constituyen una amenaza sistemática para el ejercicio del derecho a la vida (cfr. ibid., n. 17), y que por lo mismo deben ser resistidas por todo fiel católico y por todo hombre de buena voluntad.

Fuente: www.adelantelafe.com

En esta Cuaresma: El salmo penitencial por excelencia


El salmo 50 fue compuesto por el rey David luego de su gran arrepentimiento por haber pecado con Betsabé y tras ser acusado por el profeta Natán de todas las injusticias derivadas de su grave falta. Este salmo es para la Iglesia, el salmo penitencial por excelencia. El sentido de la penitencia cristiana -especialmente en la Cuaresma- es siempre un anhelo de convertirse a Dios, de descubrir su amor misericordioso. Siendo Cristo, a los ojos de la fe, la epifanía encarnada de Dios, las almas penitentes hallan en el rostro paciente y benigno de Jesús, la fuente inagotable de conversión y misericordia. Recémoslo con frecuencia y con sincero arrepentimiento.

SALMO 50
Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.

Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado:
contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces.

En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente.
Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre.

Te gusta un corazón sincero,
y en mi interior me inculcas sabiduría.
Rocíame con el hisopo: quedaré limpio;
lávame: quedaré más blanco que la nieve.

Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.
Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.

Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.

Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío,
y cantará mi lengua tu justicia.
Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.

Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú no lo desprecias.

Señor, por tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén:
entonces aceptarás los sacrificios rituales,
ofrendas y holocaustos,
sobre tu altar se inmolarán novillos.


DE LOS SERMONES DE SAN AGUSTÍN:
(Sermón 19, 2-3; CCL 41, 252-254).

Mi sacrificio es un espíritu quebrantado.
Yo reconozco mi culpa, dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón (...).

Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado; tú no lo desprecias. Este es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mi un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro, hay que quebrantar antes el impuro.

Sintamos disgusto de nosotros mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y, ya que no estamos libres de pecado, por lo menos asemejémonos a Dios en nuestro disgusto por lo que a Él le disgusta. Así tu voluntad coincide en algo con la de Dios, en cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor.

Fuente: www.catolicidad.com

La confesión como un bautismo continuo


Bautismo y confesión son, así, dos lazos de amor

La Sangre de Jesucristo es la que hace deslizar la absolución del sacerdote por el semblante del alma.

Dios es Padre. Por eso conoce muy bien a cada uno de sus hijos. Nos ama desde toda la eternidad. Nos ofrece su perdón con una infinita ternura. Nos envía a su Hijo. Nos rescata del pecado. Nos convierte, con el bautismo, en miembros de la Iglesia.

Los seres humanos, sin embargo, estamos heridos por una debilidad que nos acecha continuamente. El bautismo limpia la culpa original, pero a lo largo del camino las tentaciones abundan. Mundo, demonio y carne nos amenazan. Si abrimos la puerta al mal, pecamos.

Por eso Dios nos ofrece nuevas oportunidades. Tras el pecado siguen abiertas las puertas de la misericordia. Cada día es una nueva oportunidad para volver a casa. Basta con dejarnos perdonar.

En el “Diálogo” de Santa Catalina de Siena encontramos un texto que refleja estas ideas con un modo sorprendente, pues considera al sacramento de la penitencia como un “bautismo continuo”. Estas son sus palabras, expresadas como si Dios Padre se las hubiera dicho: “Yo conocía la debilidad y fragilidad del hombre, que le lleva a ofenderme. No que se vea forzado por ella ni por ninguna otra cosa a cometer la culpa, si él no quiere, sino que, como frágil, cae en culpa de pecado mortal, por la que pierde la gracia que recibió en el santo bautismo en virtud de la Sangre de mi Hijo.

Por esto fue necesario que mi Caridad divina proveyese a dejarles un bautismo continuo, el cual se recibe con la contrición del corazón y con la santa confesión, hecha a los pies de mis ministros. La Sangre de Jesucristo es la que hace deslizar la absolución del sacerdote por el semblante del alma.

Si la confesión es imposible, basta la contrición del corazón. Entonces es mi clemencia la que os da el fruto de esta preciosa sangre. Mas, pudiendo confesaros, quiero que lo hagáis. Quien pudiendo no se confiesa, se ha privado del precio de la Sangre del Cordero” (Santa Catalina de Siena, “El diálogo”).
También el Concilio de Trento presenta la confesión como una segunda oportunidad, como una muestra concreta del Amor fiel de un Dios que acude a rescatarnos de nuestras debilidades. En el decreto sobre la Penitencia y la Extremaunción (25 de noviembre de 1551) leemos lo siguiente:
“Si tuviesen todos los reengendrados tanto agradecimiento a Dios, que constantemente conservasen la santidad que por su beneficio y gracia recibieron en el Bautismo, no habría sido necesario que se hubiese instituido otro sacramento distinto de este, para lograr el perdón de los pecados.
Mas como Dios, abundante en su misericordia, conoció nuestra debilidad, estableció también remedio para la vida de aquellos que después se entregasen a la servidumbre del pecado, y al poder o esclavitud del demonio; es a saber, el sacramento de la Penitencia, por cuyo medio se aplica a los que pecan después del Bautismo el beneficio de la muerte de Cristo.
Fue en efecto necesaria la penitencia en todos tiempos para conseguir la gracia y justificación a todos los hombres que hubiesen incurrido en la mancha de algún pecado mortal, y aun a los que pretendiesen purificarse con el sacramento del Bautismo; de suerte que abominando su maldad, y enmendándose de ella, detestasen tan grave ofensa de Dios, reuniendo el aborrecimiento del pecado con el piadoso dolor de su corazón”.
Bautismo y confesión son, así, dos lazos de amor (cf. Os 11,4) con los que Dios nos atrae hacia sí, a través del sacrificio pascual de su Hijo. “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).
Ante tanto amor, solo nos queda cantar continuamente la misericordia del Padre, con el coro magnífico de los redimidos, con la voz de tantos pecadores perdonados, con las palabras de sus mejores amigos. Hacemos nuestras las palabras de Santa Catalina de Siena:
“¡Oh Misericordia, que nace de tu Divinidad, Padre Eterno, y que gobierna el mundo entero! En tu misericordia fuimos creados; en tu misericordia fuimos creados de nuevo en la sangre de tu Hijo. Tu misericordia nos conserva. Tu misericordia puso a tu Hijo en los brazos de la cruz, luchando la muerte con la vida, y la vida con la muerte. La vida entonces derrotó a la muerte de nuestra culpa y la muerte de la culpa arrancó la vida corporal al Cordero inmaculado. ¿Quién quedó vencido? La muerte. ¿Cuál fue la causa de ello? Tu misericordia.
Tu misericordia vivifica e ilumina. Mediante ella conocemos tu clemencia para con todos, justos y pecadores. Con tu misericordia mitigas la justicia; por misericordia nos has lavado en la Sangre; por pura misericordia quisiste convivir con tus criaturas.
¡Oh loco de amor! ¿No te bastó encarnarte? ¡Quisiste morir! Tu misericordia te empuja a hacer por el hombre más todavía. Te quedas en comida para que nosotros, débiles, tengamos sustento, y los ignorantes, olvidadizos, no pierdan el recuerdo de tus beneficios. Por eso se lo das al hombre todos los días, haciéndote presente en el sacramento del altar dentro del Cuerpo místico de la santa Iglesia. Y esto, ¿quién lo ha hecho? Tu misericordia. ¡Oh Misericordia! A cualquier parte que me vuelva, no hallo sino misericordia” (Santa Catalina de Siena, “El diálogo”).
Por: P.Fernando Pascual, L.C. | Fuente: Catholic.net 

Dios pide el sacrificio de nuestro corazón

Martes tercera semana Cuaresma. ¿De qué nos sirve sacrificar nuestras cosas si no nos sacrificamos nosotros?

“El que en Ti confía no queda defraudado”.

Esta oración del Antiguo Testamento podría resumir la actitud de quien comprende dónde está la esencia fundamental del hombre, dónde está lo que verdaderamente el hombre tiene que llevar a su Creador: un corazón contrito y humillado, como auténtico y único sacrificio, como verdadero sacrificio. ¿De qué nos sirve sacrificar nuestras cosas si no nos sacrificamos nosotros? ¿De qué nos sirve ofrecer nuestras cosas si no nos ofrecemos nosotros? El mensaje de la Escritura es, en este sentido, sumamente claro: es fundamental, básico e ineludible que nosotros nos atrevamos a poner nuestro corazón en Dios nuestro Señor.

“Ahora te seguiremos de todo corazón”. Quizá estas palabras podrían ser también una expresión de lo que hay en nuestro corazón en estos momentos: Padre, quiero seguirte de todo corazón. Son tantas las veces en las que no te he seguido, son tantas las veces en las que no te he escuchado, son tantos los momentos en los que he preferido ser menos generoso; pero ahora, te quiero seguir de todo corazón, ahora quiero respetarte y quiero encontrarte.

Ésta es la gran inquietud que debe brotar en el alma de todos y cada uno de nosotros: Te respetamos y queremos encontrarte. Si éste fuese nuestro corazón hoy, podríamos tener la certeza de que estamos volviéndonos al Señor, de que estamos regresando al Señor y de que lo estamos haciendo con autenticidad, sin posibilidad de ser defraudados.

¿Es así nuestro corazón el día de hoy? ¿Hay verdaderamente en nuestro corazón el anhelo, el deseo de volvernos a Dios? Si lo hubiese, ¡cuántas gracias tendríamos que dar al Señor!, porque Él permite que nuestra vida se encuentre con Él, porque Él permite que nuestra vida regrese a Él. Y si no lo hubiese, si encontrásemos nuestro corazón frío, temeroso, débil, ¿qué es lo que podríamos hacer? La oración continúa y dice: “Trátanos según tu clemencia y tu abundante misericordia”.

También el Señor es consciente de que a veces en el corazón del hombre puede haber un quebranto, una duda, un interrogante. Y es consciente de que, en el corazón humano, tiene que haber un espacio para la misericordia y la clemencia de Dios. Dejemos entrar esta clemencia y esta misericordia en nuestra alma; hagamos de esta Cuaresma el cambio, la transformación, los días de nuestra decisión por Cristo. No permitamos que nuestra vida siga corriendo engañada en sí misma.

Sin embargo, Dios está pidiendo el sacrificio de nuestro corazón: “Un sacrificio de carneros y toros, un millar de corderos cebados”. El reto de responder a ese Dios que nos llama por nuestro nombre, el reto de respoder a ese Dios que nos invita a seguirlo en nuestro corazón, en nuestra vida, en nuestra vocación cristiana puede ser, a veces, un reto muy pesado; sin embargo, ahí está Dios nuestro Señor dispuesto a prestarnos el suplemento de fuerza, el suplemento de generosidad, el suplemento de entrega y el suplemento de fidelidad que quizá a nosotros nos pudiese faltar en nuestro corazón.

Si nos sentimos flaquear, si no somos capaces, Señor, de encontrarnos contigo, de estar a tu lado, de resistir tu paso, de ir al ritmo que Tú nos estás pidiendo, hagamos la oración tan hermosa de la primera lectura: “Trátanos según tu clemencia y tu abundante misericordia”. Si tengo miedo de soltar mi corazón, si tengo miedo de pagar alguna deuda que hay en mi alma... “Trátame según tu clemencia y tu abundante misericordia”. Si todavía en mi interior no hay esa firme decisión de seguirte , tal y cómo Tú me lo pides, con el rostro concreto por el cual Tú me quieres llamar... “Trátame según tu clemencia y tu abundante misericordia”.

Que ésta sea la actitud de nuestra alma, que éste sea el auténtico sacrificio que ofrecemos a Dios nuestro Señor. A Él no le interesan nuestras cosas, le interesamos nosotros; no busca nuestras cosas, nos busca a nosotros. Somos, cada uno de nosotros, el objeto particular de la predilección de Dios nuestro Señor.

Que en esta Cuaresma seamos capaces de abrir nuestro corazón, como auténtico sacrificio, en la presencia de Dios. O, que por lo menos, se fortalezca en nuestro interior la firme decisión de dar al Señor lo que quizá hasta ahora hemos reservado para nosotros. Quitar ese miedo, esa inquietud, esa falta total de disponibilidad que, a lo mejor, hasta estos momentos teníamos exclusivamente en nuestras manos.

Que la Eucaristía se convierta para nosotros en una poderosa intercesión ante Dios Padre por medio de su Hijo Jesucristo, para que en este tiempo de Cuaresma logremos renovarnos y transformarnos verdaderamente. Que nos permita abrir nuestra mente a nuestro Señor, con un corazón dispuesto a lanzarse en esa obra hermosísima de la santificación que Dios nos pide a cada uno de nosotros.


Por: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net 

Neurobiólogo de Yale es ahora seminarista

Jaime Maldonado-Avilés tendrá más de cuarenta años cuando se ordene sacerdote: son muchas las vocaciones maduras de formación científica

Cuando Jaime Maldonado-Avilés, tras seis años dando clase de neurobiología en la Universidad de Yale, se incorporó al seminario diocesano de Washington, se encontró entre sus compañeros a un médico, un químico y dos especialistas en nanotecnología.

Un fenómeno que ha llamado la atención de The Washington Post, que le dedicó un reciente artículo. El 95% de los estadounidenses creen en Dios, pero solo el 51% de los científicos, segúnuna encuesta del Pew Research Center, creen. De ahí que al diario le sorprenda laabundancia de científicos preparándose para ser sacerdotes. Según el cardenal arzobispo de la diócesis, Donald Wuerl, esa abundancia es un testimonio: "Al estar aquí están diciendo: '¡Hay algo más!'".

En concreto, ese "algo más" lo encontró Maldonado-Avilés estudiando los mecanismos celulares y moleculares de enfermedades neuropsiquiátricas como los trastornos de la alimentación (anorexia y bulimia) y la esquizofrenia, su ámbito de investigación preferente. Nacido en Puerto Rico, donde estudió Biología con un premio extraordinario, se doctoró en Neurociencias por la Universidad de Pittsburgh en 2008 y luego estuvo seis años en Yale, donde dio clases y concluyó su formación, obteniendo el postgrado en 2014.

Al principio creyó que era el único de su laboratorio que creía en Dios, hasta que vio a varios compañeros de Yale acudir a la misma iglesia que él. En cuanto a sus investigaciones propiamente dichas, no le alejaban de Dios, al contrario: "La complejidad e incluso el orden con el que funcionan las cosas en nuestro cuerpo y en nuestro cerebro te hace pensar que hay algo más que aleatoriedad".


El gran paso

Viendo su brillante currículum, la Universidad de Puerto Rico, su alma mater, no dudó en hacerle una buena oferta para incorporarse a su equipo: estabilidad y un buen sueldo (salía con chicas y había pensado en el matrimonio) y cercanía a su familia. Pero fue, paradójicamente, el desencandenante de su gran decisión. "Yo siempre había dado vueltas a la cuestión de si tenía o no vocación al sacerdocio", explicó hace un año al periódico de la archidiócesis de Hartford-Connecticut, su primer seminario, y de hecho hizo en su juventud varias estancias como misionero. Así que aceptar el cargo que le proponían y luego dejarlo para entrar en el seminario "no habría sido leal con ellos".

Cuando le entraban dudas había una pregunta recurrente que le rondaba la cabeza: "Si me veo con 90 años, con la muerte ya próxima, ¿me diré a mí mismo: 'Debería haber entrado en el seminario'?". Así que... entró.

Jaime tiene ahora 37 años, y habrá cumplido los cuarenta cuando sea ordenado. Hay un cierto repunte de vocaciones tardías en la Iglesia estadounidense: el año pasado recibieron el sacerdocio 6 hombres mayores de 50 años y 3 mayores de 60.

"La única razón por la que estoy aquí como seminarista", añadió entonces, "es la misericordia de Dios. Cuando entras en el proceso de discernimiento se iluminan todas tus debilidades, así que solo por la misericordia de Dios está alguien cualificado para servirLe como sacerdote".

La presencia de hombres de ciencia en las aulas de los seminarios es bienvenida, según Ken Watts, director de vocaciones en el seminario Papa Juan XXIII: "Lo único que puedo decir es que ellos se encuentran muy a gusto. No parece que les suponga una lucha enorme atravesar la puerta de entrada junto con sus conocimientos científicos. Y nadie les pide que los abandonen. Cuando los temas morales que tratamos envuelven aspectos médicos o científicos, es muy bueno tener gente que realmente comprende ese mundo, para ayudar a perfilar y aclarar el pensamiento de la Iglesia sobre ellos".

Y Jaime corrobora esto: "La teología tiene que aprender del consejo de los científicos. Sabemos cómo funciona el mundo. Pero también la ciencia tiene que aprender de la teología".


 Por: n/a | Fuente: Religión en Libertad /www.catholic.net

De la Transfiguración del Señor II




PUNTO PRIMERO. Sube con la consideración al monte Tabor en compañía de Cristo y de sus tres amados discípulos, y contempla lo que allí pasa. Mira cómo en la soledad de la noche se ponen todos, los cuatro en oración en sumo silencio, y que el rostro de Cristo resplandece como el sol, y los vestidos parecen más blancos que la nieve, la música que se oye del cielo, la nube de resplandor que los cubre, a Moisés y Elías que aparecen allí con majestad, la voz que se oye del Padre, los corazones de los discípulos bañados de inmenso gozo. Aplica los sentidos a todo lo que allí pasa, mira la Gloria de Cristo y oye lo que hablan Moisés y Elías, lo que dice San Pedro que pide se queden allí y sobretodo la voz del Padre que dice: este es mi hijo querido, en quien mucho me he agradado y gózate de su gozo y dale mil parabienes de su gloria.

PUNTO II. Considera el premio que Dios tiene preparado para lo que le sirven, y cuánta es su grandeza, pues San Pedro con una sola gota que le paladeó el Señor se disgustó de cuanto tiene el mundo y lo quiso dejar todo y no volver más a él, porque todo es nada y sus gustos son acíbar en su comparación. ¡Oh Señor, y que engañado vivo, anhelando por las migajas de este mundo! Dadme que os conozca y aprecie los premios de vuestros escogidos para que lo deje y desprecie todo por vos.

PUNTO III.  Considera la plática que tuvieron en aquel monte y en medio de aquella gloria, que fue de su pasión y de la muerte que había de padecer en Jerusalén. Pondera que no hay plato para el Salvador más gustoso que el de su muerte y pasión, pues le gustó en su mayor gloria. Pídele gracia para meditarla y no perderla de memoria, y que te dé gusto en padecer por su amor como Él le tuvo en padecer por ti.
PUNTO IV. Considera como dice el Evangelista, que los discípulos temieron oyendo la voz del Padre y cayeron en el suelo temblando y aterrados de pavor, que tal efecto causa en la flaqueza de los hombres la voz del Sumo Señor. Piensa pues, ahora que si una voz tan blanda y amorosa les causó tal temor, ¿cuál le causará la terrible y espantosa del juicio a los malos, cuando los condene a los tormentos eternos? Ponte en medio del Tabor y del valle de Josafat, y coteja lo que pasa en el uno y en el otro, y esta gloria con aquellos tormentos de los malos, y mira por ti para que no seas digno de oír aquella terrible vos, sino la que te llame a gozar de la gloria del Señor.

Para el mismo día: De la institución del Santísimo Sacramento

Acabado el lavatorio, se sentó Cristo a cenar segunda vez y dando gracias a su Padre tomó el pan en las manos y le dio a sus discípulos diciendo: tomad que este es mi cuerpo que ha de ser entregado por vosotros; y el cáliz de la misma manera, diciendo: tomad y bebed que esta es mi sangre que será derramada por vosotros, y por todos.

PUNTO PRIMERO. Considera cómo primero lavó Cristo los pies a sus discípulos y después les dio su santísimo cuerpo sacramentado, porque primero nos debemos lavar y purificar de todas las culpas antes de llegar a recibir este divino manjar. Contempla su bondad y tu indignidad, y cómo te debes preparar para recibirle dignamente. Pide al Señor que te disponga purificando tu alma cómo lavó los pies de sus discípulos y los purificó de toda mancha.

PUNTO II. Entra en el pecho de Cristo y contempla las llamas de amor que ardían en su corazón. Por una parte sentía en el alma apartarse de los suyos, por otra no podía dejar de obedecer a su Padre y a partir de redimirlos, el amor le tiraba, la obediencia le llevaba y fue tal la fineza de su caridad, que dio traza como irse y quedarse; obedecer, partiéndose a morir por los hombres;  y quedarse con ellos, uniéndose íntimamente con sus almas, sacramentado en este divino manjar. ¡Oh Redentor del mundo! ¿Cómo os daré yo gracias por tan inmenso amor? ¿Quién me dará que nunca me aparte de vos, y que siempre os ame sobre todo cuánto se puede amar?

PUNTO III. Considera cómo instituyó este divino Sacramento, memorial de su pasión para que la tuviésemos siempre presente, y el sentimiento que causaría en los corazones de los apóstoles, al verle sacrificado y muerto místicamente antes de haber padecido; y cómo se ofrecería el Salvador en aquella mesa al Eterno Padre por la salvación del mundo. Mucho tienes, alma mía, que contemplar en este punto. Entra en el corazón de Cristo y mira lo que allí pasa, y luego entra en los de los discípulos y mira la admiración y estupor que les causaría tan alto y nunca imaginado misterio y mira cómo le partiría y repartiría Cristo, cómo comulgaría Él y daría la comunión a los demás, armándoles para la batalla tan próxima que les esperaba; y no dejes de llegar tú también, aunque tan indigno de aquella mesa, a que te dé algunas de las migajas que caen de ella. Ponte allí presente, clava los ojos en el Redentor, clama y suspira, contempla y espera con perseverancia, que sin duda tendrá piedad de ti y no te dejará ayuno dando a todos de comer.

PUNTO IV. Considera cómo entre los demás en aquella última cena, uno de los que comulgó fue Judas, a quien Cristo dio su Sagrado Cuerpo como a los demás, a la sazón de que estaba maquinando en su corazón la entrega de su persona a los Escribas. ¡Oh Señor, qué lengua podrá decir vuestra bondad, y quién podrá conocer y predicar lo que vos sois! ¡Quién vio jamás tal paciencia ni tal fineza de amor! Bendito, alabado y glorificado seáis por todos los siglos de los siglos. Amen. Mira la dureza de aquel traidor que tan inaudito beneficio no hizo mella en él, y cómo recibiendo el manjar de vida, entró en su corazón la muerte por su mala disposición. Teme y tiembla de caer en tal pecado. Mira cómo llegas a esta mesa y cuántas veces has vendido al Hijo de Dios por menos precio que Judas. Pide al Señor que te perdone y te tenga de su mano para que no llegues a su mesa indignamente ni caigas en tan enorme pecado.

Padre Alonso de Andrade, S.J / www.adelantelafe.com