La fe no es una simple teoría. Es un compromiso que llega al
corazón y a las acciones, a los principios y a las decisiones, al pensamiento y
a la vida.
Vivimos nuestra fe cuando dejamos a Dios el primer lugar en
nuestras almas. Cuando el domingo es un día para la misa, para la oración, para
el servicio, para la esperanza y el amor. Cuando entre semana buscamos momentos
para rezar, para leer el Evangelio, para dejar que Dios ilumine nuestras ideas
y decisiones.
Vivimos nuestra fe cuando no permitimos que el dinero sea el
centro de gravedad del propio corazón. Cuando lo usamos como medio para las
necesidades de la familia y de quienes sufren por la pobreza, el hambre, la
injusticia. Cuando sabemos ayudar a la parroquia y a tantas iniciativas que
sirven para enseñar la doctrina católica.
Vivimos nuestra fe cuando controlamos los apetitos de la carne,
cuando no comemos más de lo necesario, cuando no nos preocupamos del vestido,
cuando huimos de cualquier vanidad, cuando cultivamos la verdadera modestia,
cuando huimos de todo exceso: “nada de comilonas y borracheras; nada de
lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias” (Rm 13,13).
Vivimos nuestra fe cuando el prójimo ocupa el primer lugar en
nuestros proyectos. Cuando visitamos a los ancianos y a los enfermos. Cuando
nos preocupamos de los presos y de sus familias. Cuando atendemos a las
víctimas de las mil injusticias que afligen nuestro mundo.
Vivimos nuestra fe cuando tenemos más tiempo para buenas lecturas que para pasatiempos vanos. Cuando leemos antes la Biblia que una novela de última hora. Cuando conocer cómo va el fútbol es mucho menos importante que saber qué enseñan el Papa y los obispos.
Vivimos nuestra fe cuando tenemos más tiempo para buenas lecturas que para pasatiempos vanos. Cuando leemos antes la Biblia que una novela de última hora. Cuando conocer cómo va el fútbol es mucho menos importante que saber qué enseñan el Papa y los obispos.
Vivimos nuestra fe cuando no despreciamos a ningún hermano
débil, pecador, caído. Cuando tendemos la mano al que más lo necesita. Cuando
defendemos la fama de quien es calumniado o difamado injustamente. Cuando
cerramos la boca antes de decir una palabra vana o una crítica que parece
ingeniosa pero puede hacer mucho daño. Cuando promovemos esa alabanza sana y
contagiosa que nace de los corazones buenos.
Vivimos nuestra fe cuando los pensamientos más sencillos, los pensamientos más íntimos, los pensamientos más normales, están siempre iluminados por la luz del Espíritu Santo. Porque nos hemos dejado empapar de Evangelio, porque habitamos en el mundo de la gracia, porque queremos vivir a fondo cada enseñanza del Maestro.
Vivimos nuestra fe cuando los pensamientos más sencillos, los pensamientos más íntimos, los pensamientos más normales, están siempre iluminados por la luz del Espíritu Santo. Porque nos hemos dejado empapar de Evangelio, porque habitamos en el mundo de la gracia, porque queremos vivir a fondo cada enseñanza del Maestro.
Vivimos nuestra fe cuando sabemos levantarnos del pecado. Cuando
pedimos perdón a Dios y a la Iglesia en el Sacramento de la confesión. Cuando
pedimos perdón y perdonamos al hermano, aunque tengamos que hacerlo setenta
veces siete.
Vivimos nuestra fe cuando estamos en comunión alegre y profunda
con la Virgen María y con los santos. Cuando nos preocupa lo que ocurre en cada
corazón cristiano. Cuando sabemos imitar mil ejemplos magníficos de hermanos
que toman su fe en serio y brillan como luces en la marcha misteriosa de la
historia humana.
Vivimos nuestra fe cuando nos dejamos, simplemente, alegremente, plenamente, amar por un Dios que nos ha hablado por el Hijo y desea que le llamemos con un nombre magnífico, sublime, familiar, íntimo: nuestro Padre de los cielos.
Por: P. Fernando Pascual LC | Fuente:
es.catholic.net
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