¿Cómo pueden los
mundanos esperar muerte feliz viviendo, como viven, entre pecados, placeres
terrenos y ocasiones peligrosas? Amenaza Dios a los pecadores con que en la
hora de la muerte le buscarán y no lo hallarán (Jn., 7, 34). Dice que entonces
no será el tiempo de la misericordia, sino el de la justa venganza (Dt., 32,
35).
Y la razón nos
enseña esta misma verdad, porque en la hora de la muerte el hombre mundano se
hallará débil de espíritu, oscurecido y duro de corazón por el mal que haya
hecho; las tentaciones serán entonces más fuertes, y el que en vida se
acostumbró a rendirse y dejarse vencer, ¿cómo resistirá en aquel trance?* Necesitaría
una extraordinaria y poderosa gracia divina que le mudase el corazón; pero
¿acaso Dios está obligado a dársela? ¿La habrá merecido tal vez con la
vida desordenada que tuvo?... Y, sin embargo, trátase en tal ocasión de la
desdicha o de la felicidad eternas... ¿Cómo es posible que, al pensar en esto,
quien crea las verdades de la fe no lo deje todo para entregarse por entero a
Dios, que nos juzgará según nuestras obras?
¡Oh Jesús mío,
médico celestial, volved los ojos hacia mi pobre alma; curadla de las llagas
que yo mismo abrí con mis pecados y tened piedad de mí! Sé que podéis y queréis
sanarme, mas para ello también queréis que me arrepienta de las ofensas que os
hice. Y como me arrepiento de corazón, curadme, ya que podéis hacerlo (Salmo
40, 5). Me olvidé de Vos; pero Vos no me habéis olvidado, y ahora me dais a
entender que hasta queréis olvidar mis ofensas, con tal que yo las deteste
(Ez., 18, 21). Las detesto y aborrezco sobre todos los males... Olvidad, pues,
Redentor mío, las amarguras de que os he colmado. Prefiero, en adelante,
perderlo todo, hasta la vida, antes que perder vuestra gracia... ¿De qué me
servirían sin ella todos los bienes del mundo? Dignaos ayudarme, Señor, ya que
conocéis mi flaqueza. . . El infierno no dejará de tentarme: mil asaltos
prepara para hacerme otra vez su esclavo. Mas Vos, Jesús mío, no me abandonéis.
Esclavo quiero ser de vuestro amor. Vos sois mi único dueño, que me ha creado,
redimido y amado sin límites... Sois el único que merece amor, y a Vos solo
quiero amar.
*Nota de la Redacción: Es verdad que tras una vida de constante pecado puede haber casos excepcionales de un genuino arrepentimiento y una contrición perfecta al momento de morir, habiendo tiempo para ello, pero los casos excepcionales, como la historia de Dimas, son eso. Sin embargo, la norma es que se muere como se vive, pues la dureza de corazón que genera una constante vida pecaminosa difícilmente se rompe. De ahí la importancia de vivir siempre en estado de gracia santificante o de recuperar ésta, si lamentablemente se ha perdido. Si hemos llevado una mala vida, sigamos, a tiempo, el ejemplo del hijo pródigo y mantengamos en adelante la gracia y amistad de Dios.
Fuente: www.catolicidad.com
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