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El Sagrado Corazón de Jesús y el Sacerdocio

 

El Sacerdote, creación del Amor infinito.

Queridos hermanos, el Sacerdocio es obra del Amor infinito de Nuestro Señor Jesucristo, para que continuara en la tierra Su Obra y socorriera todas las  necesidades el hombre. Jesucristo ha hecho partícipe al sacerdote de Su Poder, depositando en su  corazón la abnegación, el celo, la bondad, la misericordia que llenaba el Suyo propio; además vertió en el corazón del sacerdote la humildad, la pureza, llenándolo de amor. Le confió las cuatro sublimes funciones, correspondientes a las cuatro grandes necesidades de la criatura humana.

El sacerdote instruye.

Nuestro Señor enseñó a todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, jóvenes y ancianos. Desde el príncipe de los Sacerdotes hasta la pobre Samaritana, todos fueron instruidos por Su palabra, todos recibieron la verdad de Sus divinos labios. Con maravillosa adaptación de inteligencia e incomparable humildad, supo siempre adaptarse a la capacidad de aquellos a quienes debía instruir. Con Nicodemo, doctor de Israel, es profundo, sublime y toca los misterios más hondos. Con los sacerdotes y escribas Sus enseñanzas se apoyan siempre en la ley, los profetas y la Sagrada Escritura. Con el pueblo es sencillo y familiar, y se expresa con ejemplos sacados de las labores del campo: el sembrador, el grano de mostaza, sin caer nunca en lo vulgar, en lo difícil de entender, aun en las materias más elevadas.

El sacerdote, con el fin de conservar intacta la vedad divina derramada por Jesucristo en su propia alma el día de la consagración sacerdotal, debe como Su Maestro enseñar la verdad de la fe, de la Ley de Dios, y estar muy precavido y atento contra los ataques del error. Estos ataques llegan de tres partes a la vez, mundo, demonio y la carne.

El sacerdote debe prodigar a todos la enseñanza de la verdad. Si quiere ser verdadero apóstol, verdadero Sacerdote de Jesucristo, debe hacerse a todos, por completo como Jesús. Su único fin es enseñar la verdad de la fe, del Magisterio, de la tradición, en definitiva, la verdad recibida. Las almas deben llegar a Jesús a través del sacerdote. Sus palabras, sus actos, la pureza, la humildad, la abnegación de su vida deben ser poderosos medios que eleven a las almas a Dios.

El sacerdote absuelve.

El Verbo eterno del Padre se encarnó para reparar la deuda que el pecado original contrajo con el Padre, y asumiendo los pecados del mundo nos redimió de la condenación eterna. Con qué perfección cumplió Su divina misión.

No solamente vino a enseñar, a iluminar de luz divina la inteligencia del hombre, sino, sobre todo, a traer el perdón de Dios a la tierra, a lavar con Su propia Sangre las iniquidades del mundo y a romper las ataduras que retenían al alma del hombre  esclava del pecado.

El sacerdote está revestido por Jesús de sus poderes divinos para consagrar, absolver y sacrificar, y a lo largo de su ministerio encontrará las mismas almas halladas por el Maestro. En ocasiones encontrará pobres criaturas poseídas por el maligno, y entonces con oración y penitencia y fe firme, echará demonios de los pobres cuerpos poseídos.

Otras veces, encontrará almas que, como la Samaritana, deberá esperar mucho tiempo y actuar con prudencia. Rogará por ellas, será paciente en esperarlas y tomará con premura la ocasión de hacerles bien.

A veces se encontrará con algunos Zaqueos, almas buenas en el fondo, pero sin luz, absorbidas por los negocios, disipadas por los placeres del mundo. El sacerdote sabrá ganárselas por su propio ejemplo de vida de virtuosa, con su mansedumbre, llevándola definitivamente  a Jesús.

La misión del sacerdote junto a las almas es difícil, es una misión toda de amor y misericordia. Exige grandes luces, extrema prudencia, abnegación ilimitada y paciencia. Sólo aquellos sacerdotes transformados en Cristo y viviendo  por Él no tienen sino un mismo corazón y un mismo espíritu con Él.

El sacerdote consuela.

El dolor no había sido creado para el hombre, sino que debía ser para los ángeles rebeldes y caídos, pero desde el momento que el hombre pecó, el pecado se precipitó sobre la humanidad entera. Desde aquel instante el hombre comenzó a sufrir en todos su ser, en el cuerpo, las enfermedades, los accidentes, haciéndole probar el dolor.

Jesús, Cordero divino, lleno de mansedumbre y ternura, vino no solamente a traer al hombre ignorante la luz de la verdad, al pecador el perdón de las culpas, sino también a procurar a consolar al hombre dolorido y abandonado.

Con Su inteligencia y poder infinito conoce todas las debilidades de las criaturas y sabe cuánta tribulación ha traído aparejado el pecado. Él mismo ha experimentado en carne propia todos los sufrimientos de la humanidad. Durante Su Sagrada Pasión, su carne sagrada, bañada por la sangre de la agonía, destrozada por los flagelos, traspasada de espinas y clavos, sufrió el más doloroso martirio. Su Sagrado Corazón, rebosante de amor, fue lacerado por ingratitudes, celos, odios y el abandono más indigno. Su alma conoció la tristeza y el temor, indecibles torturas y angustias mortales.

En el transcurso de Su vida mortal, veremos a Jesús, tierno como una madre, inclinarse hacia la humanidad doliente y verter en su corazón el bálsamo que alivia y cura. Y cuando vuelto a la gloria, no pueda ya bajo apariencia humana continuar su misión de Consolador, enviará el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, el cual ejercerá por sí mismo su acción consoladora en las almas, mediante el conocimiento de las verdades eternas que infundirá en las inteligencias y la unción sobrenatural que infundirá en los corazones.

El sacerdote, representante de Jesús, lleno de la virtud del Espíritu Santo que, como el Maestro, se inclina sobre todos los dolores humanos y derrama consuelo en los corazones heridos y en las almas llagadas. El sacerdote, enviado por Jesús, está llamado como Él a consolar a quienes sufren por la debilidad o enfermedad y a reanimar los corazones abatidos por separaciones dolorosas.

El sacerdote sacrifica.

Jesucristo, Sacerdote y  Víctima, a la vez,  se ofreció a pagar la deuda de  la humanidad culpable, inmolándose voluntariamente, devolviendo de esta forma toda la gloria a la Divina Majestad; la justicia  quedó satisfecha por esta reparación de valor infinito y los sagrados vínculos establecidos por amor entre el Creador y la criatura, y rotos por el pecado, se reanudaron para siempre con este sacrificio divino.

Durante Su vida oculta, Jesucristo permanecerá Sacerdote y Víctima. Cuando llegó a la plenitud de la edad, lo veremos en la sinagoga y bajo los  pórticos del templo desbaratar la erudición y falsa   ciencia de los doctores de la ley y sacerdotes, con la claridad de Su ciencia infinita.

Apenas surgido de las sombras de Su vida oculta y descubierto por el Precursor, éste exclamará al verlo: He aquí el Cordero divino. Durante los últimos años de Su vida mortal, se mostrará siempre como Sacerdote y Víctima a la vez. Es Sacerdote cuando ora con Sus manos elevadas al cielo, en Su predicación ardiente, en los consuelos que derrama entre los dolores de la tierra. Es Sacerdote, sobre todo, cuando en medio de los múltiples dolores, en espera de la Cruz, sacrifica e inmola Su sagrada Humanidad a la gloria del Padre y por la salvación de todos los hombres.

Jesús Sacerdote inmoló a Jesús Víctima.

El sacerdote es sacerdote de  Cristo, sacrificador de la única Víctima que obtiene misericordia, mediador entre la divina Majestad y los hombres. ¡Es sacerdote! Debe verse resplandecer en él la dulce majestad, la gravedad serena, la asiduidad en la oración y la benignidad de Jesús Sacerdote. ¡Es Víctima! Debe vérsele humilde y atento, entregado y dispuesto a darse a los demás, ofrecido en sacrificio perpetuo como Jesús Víctima.

La Sagrada Eucaristía constituye el tesoro divino del sacerdote, que ha de custodiar con atención, respeto y cuidado;  teniendo la más ardiente y tierna devoción hacia el sacramento del amor.

El Amor del Sagrado Corazón por sus Sacerdotes.

El amor de Jesús por los sacerdotes es inconmensurable. Es desde toda la eternidad. El sacerdote estaba ya en el Verbo, es obra del Verbo, es obra de Amor singular de la Santísima Trinidad. El sacerdote es obra de Amor del Padre, es obra de Amor del Hijo, es obra de Amor del Espíritu Santo.

El sacerdote ya lo es desde antes de su nacimiento, ha sido especialmente elegido por las Tres Divinas Personas, por el simple y puro Amor divino. El sacerdote es obra del Amor de Dios, de ahí los adornos divinos que le rodean y que le ayudan en la perfección hacia la santidad, que de no alcanzarla es por pura debilidad humana, u olvido de su origen y misión, o lo que es muchísimo más grave y dolorosísimo, por desprecio al infinito Amor divino.

El Sagrado Corazón de Jesús es el Amor sacerdotal del Verbo encarnado por sus sacerdotes, que han de ser reflejos de Su Amor entre los hombres, testigos del Amor divino a Su criatura: El sacerdote se halla impulsado por una fuerza divina a ser otro Cristo en la tierra, no puede no serlo, no puede dejar de intentarlo con todas sus fuerzas,  si no quiere traicionar al mismo Sagrado Corazón, atravesándole nuevamente con la frialdad y dureza de la lanza.

El Sagrado Corazón mira de forma especialísima a Sus sacerdotes, quiere ver en ellos un reflejo Suyo, para de esta forma el Padre se complazca en Sus sacerdotes al ver en ellos un reflejo de Su Hijo. Es el Santo Sacrificio de la Misa, donde el sacerdote es contemplado con mayor Amor por la Santísima Trinidad, donde se desborda de manera infinita el Amor divino hacia él, dándole la misma autoridad del Hijo para que prolongue el sacerdote de Jesucristo. No podía Dios mismo mostrar más Amor al sacerdote que poniéndose en sus manos y a merced de él.

La Santísima Virgen y el Sacerdote.

El Inmaculado Corazón de María guarda un amor preferencial por los sacerdotes, son imagen de Su Hijo,  que han de mostrar en la tierra en las virtudes de Su Hijo, que han de imitar la vida de Su Hijo. La Virgen María en cada sacerdote realiza la tarea que realizó con el Señor, siempre a su lado, siempre pendiente de él y de sus necesidades. La Madre está siempre al lado del sacerdote, nunca se separa de él, siempre atento a su vida, siempre guardando silencio pero atenta a todo absolutamente.

La Santísima Madre, como nadie, sufre en su purísimo Corazón las infidelidades de sus hijos sacerdotes; una nueva espada se le clava en su divino Corazón. Cada infidelidad es vivir la Sagrada Pasión de Su Hijo, y de quienes debería recibir consuelo y eterna gratitud, recibe el dolor más grande que una madre pueda recibir. Pero también sufre cuando sus hijos sacerdotes son injuriados o se atenta contra ellos. Como Madre única y divina,  acude ante sus hijos sacerdotes a consolarles como  lo hizo con Su santísimo Hijo.

El sacerdocio no puede considerarse ni meditarse sin la presencia de la Santísima Virgen María. Madre del Sacerdote eterno, Madre de los sacerdotes. Ella ejerció su sacerdocio espiritual a lo largo de Su vida y especialísimamente al pie de la Santa Cruz.

El Amor sacerdotal de la Santísima Virgen tiene una característica propia esencial, es un  Amor virgen, por tanto, casto,  humilde y fidelísimo. Este Amor es el que Ella trata de comunicar a sus hijos sacerdotes, porque este es el Amor sacerdotal de Su Hijo: casto, humilde y fiel a la Voluntad del Padre.

Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío mi ministerio sacerdotal. Inmaculado Corazón de María, preservad la pureza de mi ministerio sacerdotal.
 Ave María Purísima.

Por: Padre Juan Manuel Rodríguez de la Rosa/ www.adelantelafe.com

N.B. Me apoyé en este artículo en la preciosa obra de  la venerable Luisa Margarita Claret de la Touche: El Sagrado Corazón de Jesús y el sacerdocio.

LA LIMOSNA Y EL JUICIO FINAL por el Santo Cura de Ars

Aquellos que hayan practicado la limosna, no temerán el juicio final. Es muy cierto que aquellos momentos serán terribles: el profeta Joel lo llama el día de las venganzas del Señor, día sin misericordia, día de espanto y desesperación para el pecador. “Mas —dice este Santo—, ¿no queréis que aquel día deje de ser para vosotros de desesperación y se convierta en día de consuelo? Dad limosna y podéis estar tranquilos”. Otro Santo nos dice: “Si no quieren temer el juicio, hagan limosnas y serán bien recibidos por parte del Juez”.

Después de esto, ¿no podremos decir que nuestra salvación depende de la limosna? En efecto, Jesucristo, al anunciar el juicio a que nos habrá de someter, habla únicamente de la limosna, y de que dirá a los buenos: “Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; estaba desnudo, y me vestisteis; estaba encarcelado, y me visitasteis. Venid a poseer el reino de mi Padre, que os está preparado, desde el principio del mundo”. En cambio, dirá a los pecadores: “Apartaos de mí, malditos: tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; estaba desnudo, y no me vestisteis; estaba enfermo y encarcelado, y no me visitasteis”. “Y ¿en qué ocasión, le dirán los pecadores, dejamos de practicar para con Vos todo lo que decís?” “Cuantas veces dejasteis de hacerlo con los ínfimos de los míos que son los pobres”. Ya ven, pues, cómo todo el Juicio versa sobre la limosna.

¿Los admira esto tal vez? Pues no es ello difícil de entender. Esto proviene que quien está adornado del verdadero espíritu de caridad, sólo busca a Dios y no quiere otra cosa que agradarlo, posee todas las demás virtudes en un alto grado de perfección, según vamos a ver ahora. No cabe duda que la muerte causa espanto a los pecadores y hasta a los más justos, a causa de la terrible cuenta que habremos de dar a Dios, quien en aquel momento no dará lugar a la misericordia.

El santo rey David, al pensar en sus pecados, exclamaba: “¡Ah! Señor, no os acordéis más de mis pecados”. Y nos dice además: “Repartid limosnas con vuestras riquezas y no temeréis aquel momento tan espantoso para el pecador”. Escuchad al mismo Jesucristo cuando nos dice: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”. Y en otra parte habla así: “De la misma manera que tratareis a vuestro hermano pobre, seréis tratados”.

Es decir, que si han tenido compasión de sus hermanos pobres, Dios tendrá compasión de ustedes.

Leemos en los Hechos de los Apóstoles que en Joppe había una viuda muy buena que acababa de morir. Los pobres corrieron en busca de San Pedro para rogarle que la resucitara; unos le presentaban los vestidos que les había hecho aquella buena mujer, otros le mostraban otra dádiva. A San Pedro se le escaparon las lágrimas: “El Señor es demasiado bueno, les dijo, para dejar de concederles lo que le piden”. Entonces se acercó a la muerta, y le dijo: “¡Levántate, tus limosnas te alcanzan la vida por segunda vez!” Ella se levantó, y San Pedro la devolvió a sus pobres. Y no serán solamente los pobres los que rogarán por vosotros, sino las mismas limosnas, las cuales vendrán a ser como otros tantos protectores cerca del Señor que implorarán benevolencia en favor de ustedes. Leemos en el Evangelio que el reino de los cielos es semejante a un rey que llamó a sus siervos para que rindiesen cuentas de lo que le debían. Se presentó uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el rey mandó encarcelarlo junto con toda su familia hasta que hubiese pagado cuanto le debía. Mas el siervo se arrojó a los pies de su señor y le suplicó por favor que le concediese algún tiempo de espera, que le pagaría tan pronto como le fuese posible. El señor, movido a compasión, le perdonó todo cuanto le debía. El mismo siervo, al salir de la presencia de su señor, se encontró con un compañero suyo que le debía cien dineros, y, abalanzándose a él, lo sujetó por la garganta y le dijo: “Devuélveme lo que me debes”. El otro le suplicó que le concediese algún tiempo para pagarle; mas él no accedió, sino que lo hizo meter en la cárcel hasta que hubiese pagado. Irritado el señor por una tal conducta, le dijo: “Servidor malvado, ¿por qué no tuviste compasión de tu hermano como yo la tuve de ti?”

Vean cómo tratará Jesucristo en el día del juicio a los que hayan sido bondadosos y misericordiosos para con sus hermanos los pobres, representados por la persona del deudor; ellos serán objeto de la misericordia del mismo Jesucristo; más a los que hayan sido duros y crueles para con los pobres les acontecerá como a ese desgraciado, a quien el Señor, que es Jesucristo, mandó fuese atado de pies y manos y arrojado después a las tinieblas exteriores, donde sólo hay llanto y rechinar de dientes. Ya ven cómo es imposible que se condene una persona verdaderamente caritativa.


Fragmento del Sermón del Santo Cura de Ars sobre LA CARIDAD/ www.catolicidad.com

Esto es mi cuerpo. Ésta es mi sangre

Es el Día del amor hecho pan y hemos de volcarnos en amor hacia aquellos hoy más que nunca que están tan necesitados.

Éxodo 24, 3-8: “Ésta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con ustedes”
Salmo115: “Levantaré el cáliz de la salvación”
Hebreos 9, 11-15: “La sangre de Cristo purificará nuestra conciencia”
San Marcos 14, 12-16. 22-26: “Esto es mi cuerpo. Ésta es mi sangre”

Celebramos este día la Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo, el Corpus Christi. Por su infinito amor, Jesús de Nazaret decidió quedarse entre nosotros en el Pan y el Vino de la Eucaristía. Y es ese prodigio sublime lo que hoy estamos conmemorando. Es una gran prueba de amor. Y de ese amor total de Dios por nosotros debe surgir, incluso impetuoso, nuestro personal amor por Dios y por los hermanos. Es el Día del amor hecho pan y hemos de volcarnos  en amor hacia aquellos –hoy más que nunca—que están tan necesitados por los desmanes de una crisis que han provocado unos pocos.

Si contemplamos la mesa de Jesús encontraremos tantos signos que nos provocan y nos ilusionan, pues Jesús nos ama de veras. Su mesa es la mesa del servicio, donde los que participan, no se sienten excluidos; donde los que se acercan, son recibidos con muestras de comprensión y afecto; donde los que tienen hambre pueden saciar su necesidad, sin necesidad de venderse por un mendrugo; una mesa de solidaridad.

El Cuerpo de Jesús hecho pan primero se ha transformado en entrega hasta el final. El pan sea ha constituido en símbolo de unidad; y el sacrificio se ha hecho perene fuente de salvación. Pocas veces meditamos en la Sangre y pensamos solamente en el vino. La sangre para muchísimos pueblos era la señal de la vida, de la persona y como su espíritu. Pero para el israelita, la sangre del cordero se había transformado en memorial de liberación, en signo de la constitución de un pueblo, y en el lazo de unión entre todos los salvados. Cristo, en la cena de la Pascua, asume la condición de Cordero que se entrega para dar vida, de Pan que se parte para unir a los divididos; y nos deja Pan y Vino, signos sensibles, como memorial del Cuerpo y Sangre que se han entregado en la Cruz y han alcanzado plenitud en la Resurrección. Por eso esta fiesta tiene todo el sentido de la presencia de Jesús pero también todo el sentido de comunidad, de liberación y de servicio. ¿Cómo vivimos este misterio? ¿A qué nos impulsa y compromete?

Por: Mons. Enrique Diaz, Obispo de la Diócesis de Irapuato / www.catholic.net 

Arrepintámonos como lo hizo el hijo pródigo - por San Alfonso Ma. de Ligorio


¿Cómo pueden los mundanos esperar muerte feliz viviendo, como viven, entre pecados, placeres terrenos y ocasiones peligrosas? Amenaza Dios a los pecadores con que en la hora de la muerte le buscarán y no lo hallarán (Jn., 7, 34). Dice que entonces no será el tiempo de la misericordia, sino el de la justa venganza (Dt., 32, 35).

Y la razón nos enseña esta misma verdad, porque en la hora de la muerte el hombre mundano se hallará débil de espíritu, oscurecido y duro de corazón por el mal que haya hecho; las tentaciones serán entonces más fuertes, y el que en vida se acostumbró a rendirse y dejarse vencer, ¿cómo resistirá en aquel trance?* Necesitaría una extraordinaria y poderosa gracia divina que le mudase el corazón; pero ¿acaso Dios está obligado a dársela? ¿La habrá merecido tal vez con la vida desordenada que tuvo?... Y, sin embargo, trátase en tal ocasión de la desdicha o de la felicidad eternas... ¿Cómo es posible que, al pensar en esto, quien crea las verdades de la fe no lo deje todo para entregarse por entero a Dios, que nos juzgará según nuestras obras?

¡Oh Jesús mío, médico celestial, volved los ojos hacia mi pobre alma; curadla de las llagas que yo mismo abrí con mis pecados y tened piedad de mí! Sé que podéis y queréis sanarme, mas para ello también queréis que me arrepienta de las ofensas que os hice. Y como me arrepiento de corazón, curadme, ya que podéis hacerlo (Salmo 40, 5). Me olvidé de Vos; pero Vos no me habéis olvidado, y ahora me dais a entender que hasta queréis olvidar mis ofensas, con tal que yo las deteste (Ez., 18, 21). Las detesto y aborrezco sobre todos los males... Olvidad, pues, Redentor mío, las amarguras de que os he colmado. Prefiero, en adelante, perderlo todo, hasta la vida, antes que perder vuestra gracia... ¿De qué me servirían sin ella todos los bienes del mundo? Dignaos ayudarme, Señor, ya que conocéis mi flaqueza. . . El infierno no dejará de tentarme: mil asaltos prepara para hacerme otra vez su esclavo. Mas Vos, Jesús mío, no me abandonéis. Esclavo quiero ser de vuestro amor. Vos sois mi único dueño, que me ha creado, redimido y amado sin límites... Sois el único que merece amor, y a Vos solo quiero amar.


*Nota de la Redacción: Es verdad que tras una vida de constante pecado puede haber casos excepcionales de un genuino arrepentimiento y una contrición perfecta al momento de morir, habiendo tiempo para ello, pero los casos excepcionales, como la historia de Dimas, son eso. Sin embargo, la norma es que se muere como se vive, pues la dureza de corazón que genera una constante vida pecaminosa difícilmente se rompe. De ahí la importancia de vivir siempre en estado de gracia santificante o de recuperar ésta, si lamentablemente se ha perdido. Si hemos llevado una mala vida, sigamos, a tiempo, el ejemplo del hijo pródigo y mantengamos en adelante la gracia y amistad de Dios.

Fuente: www.catolicidad.com

No es la Meta es el Comienzo



La meta no es casarse, es el comienzo de una vida en común para ir cubriendo etapas. No es lo mismo verse y hablar cada día que vivir juntos. Compartir tus proyectos tus gustos, tus ratos de ocio es algo maravilloso pero dejando encerrado el egoísmo en una caja con llave. Eso no quiere decir que hay que vivir en una celda y el matrimonio sea una prisión, todo lo contrario.

La sexualidad es algo muy importante para una relación exitosa. Actualmente se ha devaluado enormemente su importancia. Todo el mundo habla de sexo sin ningún pudor y es que confunden el instinto con las verdaderas relaciones sexuales que son fruto de la unión más estrecha que un hombre y una mujer pueden tener. Se funden en uno, pero esa unión no es más que una necesidad fisiológica  carente de todo sentimiento si no existe amor, entrega, dedicación y fidelidad.  Por eso hacer el amor no es tener relaciones sexuales.          

El otro día leí que hay aves que vuelan muy alto en bandadas, unas junto a otras pero que si las atáramos las patas caerían desde arriba y sería imposible levantar el vuelo. Lo mismo   pasa a las parejas que vuelan atadas el uno al otro. Hay que ir juntos pero cada uno a su paso, procurando apoyar y no entorpecer. Complementando, enseñando, ayudando a seguir el camino.

Los dos yendo en la misma dirección.

Así cada día, como si fuese el primero y el último. Para ese caminar es imprescindible la paciencia. Una virtud un poco olvidada en la sociedad de hoy.

Todo es inmediato, hemos inventado la olla a presión donde se cuecen alimentos en pocos minutos. Internet nos comunica al instante atravesando el océano. Nos vamos en pocas horas a kilómetros de distancia.

El matrimonio es un devenir lento, con paso seguro, con mucha dedicación y sin prisas. No todo el mundo es capaz de recorrer ese camino pues la meta según nos vamos acercando se va alejando un poco más. No llegamos nunca. En cada etapa de nuestro recorrido nos pide algo diferente.

Al principio vamos rápidos, apasionados, con empuje. Luego impacientes, decepcionados por las dificultades pero fuertes y seguros. Más tarde cansados, desilusionados pero experimentados y dando prioridad a lo que de verdad importa. La generosidad no debe faltar en ningún momento, es el alimento que nos mantiene unidos.
Así se irá desarrollando nuestra vida en común.

2 Corintios 9:7
Cada uno debe dar según lo que haya decidido en su corazón, no de mala gana ni por obligación, porque Dios ama al que da con alegría.

Oración
Señor, que no me canse nunca de dar sin pedir nada a cambio. Nuestra vida  será alegre pues Tú nos bendices.

Fuente: Catholic.net