El Sacerdote, creación del Amor
infinito.
Queridos hermanos, el
Sacerdocio es obra del Amor infinito de Nuestro Señor Jesucristo, para que
continuara en la tierra Su Obra y socorriera todas las necesidades el
hombre. Jesucristo ha hecho partícipe al sacerdote de Su Poder, depositando en
su corazón la abnegación, el celo, la bondad, la misericordia que llenaba
el Suyo propio; además vertió en el corazón del sacerdote la humildad, la
pureza, llenándolo de amor. Le confió las cuatro sublimes funciones,
correspondientes a las cuatro grandes necesidades de la criatura humana.
El sacerdote instruye.
Nuestro Señor enseñó a
todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, jóvenes y ancianos. Desde el
príncipe de los Sacerdotes hasta la pobre Samaritana, todos fueron instruidos
por Su palabra, todos recibieron la verdad de Sus divinos labios. Con
maravillosa adaptación de inteligencia e incomparable humildad, supo siempre
adaptarse a la capacidad de aquellos a quienes debía instruir. Con Nicodemo,
doctor de Israel, es profundo, sublime y toca los misterios más hondos. Con los
sacerdotes y escribas Sus enseñanzas se apoyan siempre en la ley, los profetas
y la Sagrada Escritura. Con el pueblo es sencillo y familiar, y se expresa con
ejemplos sacados de las labores del campo: el sembrador, el grano de mostaza,
sin caer nunca en lo vulgar, en lo difícil de entender, aun en las materias más
elevadas.
El sacerdote, con el fin
de conservar intacta la vedad divina derramada por Jesucristo en su propia alma
el día de la consagración sacerdotal, debe como Su Maestro enseñar la verdad de
la fe, de la Ley de Dios, y estar muy precavido y atento contra los ataques del
error. Estos ataques llegan de tres partes a la vez, mundo, demonio y la carne.
El sacerdote debe
prodigar a todos la enseñanza de la verdad. Si quiere ser verdadero apóstol,
verdadero Sacerdote de Jesucristo, debe hacerse a todos, por completo como
Jesús. Su único fin es enseñar la verdad de la fe, del Magisterio, de la
tradición, en definitiva, la verdad recibida. Las almas deben llegar a Jesús a
través del sacerdote. Sus palabras, sus actos, la pureza, la humildad, la
abnegación de su vida deben ser poderosos medios que eleven a las almas a Dios.
El sacerdote absuelve.
El Verbo eterno del
Padre se encarnó para reparar la deuda que el pecado original contrajo con el
Padre, y asumiendo los pecados del mundo nos redimió de la condenación eterna.
Con qué perfección cumplió Su divina misión.
No solamente vino a
enseñar, a iluminar de luz divina la inteligencia del hombre, sino, sobre todo,
a traer el perdón de Dios a la tierra, a lavar con Su propia Sangre las
iniquidades del mundo y a romper las ataduras que retenían al alma del hombre
esclava del pecado.
El sacerdote está
revestido por Jesús de sus poderes divinos para consagrar, absolver y
sacrificar, y a lo largo de su ministerio encontrará las mismas almas halladas
por el Maestro. En ocasiones encontrará pobres criaturas poseídas por el
maligno, y entonces con oración y penitencia y fe firme, echará demonios de los
pobres cuerpos poseídos.
Otras veces, encontrará
almas que, como la Samaritana, deberá esperar mucho tiempo y actuar con
prudencia. Rogará por ellas, será paciente en esperarlas y tomará con premura
la ocasión de hacerles bien.
A veces se encontrará
con algunos Zaqueos, almas buenas en el fondo, pero sin luz,
absorbidas por los negocios, disipadas por los placeres del mundo. El sacerdote
sabrá ganárselas por su propio ejemplo de vida de virtuosa, con su mansedumbre,
llevándola definitivamente a Jesús.
La misión del sacerdote
junto a las almas es difícil, es una misión toda de amor y misericordia. Exige
grandes luces, extrema prudencia, abnegación ilimitada y paciencia. Sólo
aquellos sacerdotes transformados en Cristo y viviendo por Él no tienen
sino un mismo corazón y un mismo espíritu con Él.
El sacerdote consuela.
El dolor no había sido
creado para el hombre, sino que debía ser para los ángeles rebeldes y caídos,
pero desde el momento que el hombre pecó, el pecado se precipitó sobre la
humanidad entera. Desde aquel instante el hombre comenzó a sufrir en todos su
ser, en el cuerpo, las enfermedades, los accidentes, haciéndole probar el
dolor.
Jesús, Cordero divino,
lleno de mansedumbre y ternura, vino no solamente a traer al hombre ignorante
la luz de la verdad, al pecador el perdón de las culpas, sino también a
procurar a consolar al hombre dolorido y abandonado.
Con Su inteligencia y
poder infinito conoce todas las debilidades de las criaturas y sabe cuánta
tribulación ha traído aparejado el pecado. Él mismo ha experimentado en carne
propia todos los sufrimientos de la humanidad. Durante Su Sagrada Pasión, su
carne sagrada, bañada por la sangre de la agonía, destrozada por los flagelos,
traspasada de espinas y clavos, sufrió el más doloroso martirio. Su Sagrado
Corazón, rebosante de amor, fue lacerado por ingratitudes, celos, odios y el
abandono más indigno. Su alma conoció la tristeza y el temor, indecibles
torturas y angustias mortales.
En el transcurso de Su
vida mortal, veremos a Jesús, tierno como una madre, inclinarse hacia la
humanidad doliente y verter en su corazón el bálsamo que alivia y cura. Y
cuando vuelto a la gloria, no pueda ya bajo apariencia humana continuar su
misión de Consolador, enviará el Espíritu Santo, que procede del Padre y del
Hijo, el cual ejercerá por sí mismo su acción consoladora en las almas,
mediante el conocimiento de las verdades eternas que infundirá en las
inteligencias y la unción sobrenatural que infundirá en los corazones.
El sacerdote,
representante de Jesús, lleno de la virtud del Espíritu Santo que, como el
Maestro, se inclina sobre todos los dolores humanos y derrama consuelo en los
corazones heridos y en las almas llagadas. El sacerdote, enviado por Jesús,
está llamado como Él a consolar a quienes sufren por la debilidad o enfermedad
y a reanimar los corazones abatidos por separaciones dolorosas.
El sacerdote sacrifica.
Jesucristo, Sacerdote
y Víctima, a la vez, se ofreció a pagar la deuda de la
humanidad culpable, inmolándose voluntariamente, devolviendo de esta forma toda
la gloria a la Divina Majestad; la justicia quedó satisfecha por esta
reparación de valor infinito y los sagrados vínculos establecidos por amor
entre el Creador y la criatura, y rotos por el pecado, se reanudaron para
siempre con este sacrificio divino.
Durante Su vida oculta,
Jesucristo permanecerá Sacerdote y Víctima. Cuando llegó a la plenitud de la
edad, lo veremos en la sinagoga y bajo los pórticos del templo desbaratar
la erudición y falsa ciencia de los doctores de la ley y sacerdotes,
con la claridad de Su ciencia infinita.
Apenas surgido de las
sombras de Su vida oculta y descubierto por el Precursor, éste exclamará al
verlo: He aquí el Cordero divino. Durante los últimos años de
Su vida mortal, se mostrará siempre como Sacerdote y Víctima a la vez. Es
Sacerdote cuando ora con Sus manos elevadas al cielo, en Su predicación
ardiente, en los consuelos que derrama entre los dolores de la tierra. Es Sacerdote,
sobre todo, cuando en medio de los múltiples dolores, en espera de la Cruz,
sacrifica e inmola Su sagrada Humanidad a la gloria del Padre y por la
salvación de todos los hombres.
Jesús Sacerdote inmoló a Jesús Víctima.
El sacerdote es
sacerdote de Cristo, sacrificador de la única Víctima que obtiene
misericordia, mediador entre la divina Majestad y los hombres. ¡Es sacerdote!
Debe verse resplandecer en él la dulce majestad, la gravedad serena, la
asiduidad en la oración y la benignidad de Jesús Sacerdote. ¡Es Víctima! Debe
vérsele humilde y atento, entregado y dispuesto a darse a los demás, ofrecido
en sacrificio perpetuo como Jesús Víctima.
La Sagrada Eucaristía
constituye el tesoro divino del sacerdote, que ha de custodiar con atención,
respeto y cuidado; teniendo la más ardiente y tierna devoción hacia el
sacramento del amor.
El Amor del Sagrado Corazón por sus
Sacerdotes.
El amor de Jesús por los
sacerdotes es inconmensurable. Es desde toda la eternidad. El sacerdote estaba
ya en el Verbo, es obra del Verbo, es obra de Amor singular de la Santísima
Trinidad. El sacerdote es obra de Amor del Padre, es obra de Amor del Hijo, es
obra de Amor del Espíritu Santo.
El sacerdote ya lo es
desde antes de su nacimiento, ha sido especialmente elegido por las Tres
Divinas Personas, por el simple y puro Amor divino. El sacerdote es obra del
Amor de Dios, de ahí los adornos divinos que le rodean y que le ayudan en la
perfección hacia la santidad, que de no alcanzarla es por pura debilidad
humana, u olvido de su origen y misión, o lo que es muchísimo más grave y
dolorosísimo, por desprecio al infinito Amor divino.
El Sagrado Corazón de
Jesús es el Amor sacerdotal del Verbo encarnado por sus sacerdotes, que han de
ser reflejos de Su Amor entre los hombres, testigos del Amor divino a Su
criatura: El sacerdote se halla impulsado por una fuerza divina a ser otro
Cristo en la tierra, no puede no serlo, no puede dejar de intentarlo con todas
sus fuerzas, si no quiere traicionar al mismo Sagrado Corazón,
atravesándole nuevamente con la frialdad y dureza de la lanza.
El Sagrado Corazón mira
de forma especialísima a Sus sacerdotes, quiere ver en ellos un reflejo Suyo,
para de esta forma el Padre se complazca en Sus sacerdotes al ver en ellos un
reflejo de Su Hijo. Es el Santo Sacrificio de la Misa, donde el sacerdote es
contemplado con mayor Amor por la Santísima Trinidad, donde se desborda de
manera infinita el Amor divino hacia él, dándole la misma autoridad del Hijo
para que prolongue el sacerdote de Jesucristo. No podía Dios mismo mostrar más
Amor al sacerdote que poniéndose en sus manos y a merced de él.
La Santísima Virgen y el Sacerdote.
El Inmaculado Corazón de
María guarda un amor preferencial por los sacerdotes, son imagen de Su Hijo,
que han de mostrar en la tierra en las virtudes de Su Hijo, que han de
imitar la vida de Su Hijo. La Virgen María en cada sacerdote realiza la tarea
que realizó con el Señor, siempre a su lado, siempre pendiente de él y de sus
necesidades. La Madre está siempre al lado del sacerdote, nunca se separa de
él, siempre atento a su vida, siempre guardando silencio pero atenta a todo
absolutamente.
La Santísima Madre, como
nadie, sufre en su purísimo Corazón las infidelidades de sus hijos sacerdotes;
una nueva espada se le clava en su divino Corazón. Cada infidelidad es vivir la
Sagrada Pasión de Su Hijo, y de quienes debería recibir consuelo y eterna
gratitud, recibe el dolor más grande que una madre pueda recibir. Pero también
sufre cuando sus hijos sacerdotes son injuriados o se atenta contra ellos. Como
Madre única y divina, acude ante sus hijos sacerdotes a consolarles
como lo hizo con Su santísimo Hijo.
El sacerdocio no puede
considerarse ni meditarse sin la presencia de la Santísima Virgen María. Madre
del Sacerdote eterno, Madre de los sacerdotes. Ella ejerció su sacerdocio
espiritual a lo largo de Su vida y especialísimamente al pie de la Santa Cruz.
El Amor sacerdotal de la
Santísima Virgen tiene una característica propia esencial, es un Amor virgen, por tanto, casto, humilde y fidelísimo.
Este Amor es el que Ella trata de comunicar a sus hijos sacerdotes, porque este
es el Amor sacerdotal de Su Hijo: casto, humilde y fiel a la Voluntad del
Padre.
Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío
mi ministerio sacerdotal. Inmaculado Corazón de María, preservad la pureza de
mi ministerio sacerdotal.
Ave María Purísima.
Por: Padre Juan Manuel Rodríguez de la Rosa/ www.adelantelafe.com
N.B. Me apoyé en este
artículo en la preciosa obra de la venerable Luisa Margarita Claret de la
Touche: El Sagrado Corazón de Jesús y el sacerdocio.