La
procesión litúrgica que inaugura las solemnes celebraciones de la Semana Santa
hace memoria de aquella otra en que Jesús fue aclamado a su entrada en
Jerusalén (cfr. Mt 21, 1-11 y par.). Cortejo de triunfo y manifestación de la
realeza, humilde y mansa, del Mesías:
«Decid a
la hija de Sión: He ahí que tu rey viene a ti, benigno y montado sobre una asna
y un pollino, hijo de animal de yugo» (Mt 21, 5).
Los
evangelistas descubren en este hecho el cumplimiento de las profecías que
sintetizan en esta cita de Is 62, 11 de la que se suprime el final de dicho
versículo y se añade el final de Zac 9, 9:
«¡Alégrate
con alegría grande, hija de Sión! ¡Salta de júbilo, hija de Jerusalén! He aquí
que viene a ti tu rey; Él es justo y trae salvación, (viene) humilde, montado
en un asno, en un borrico, hijo de asna».
En el
oráculo profético, el mismo Dios exhorta a la población de Jerusalén a
entregarse a la alegría y a saltar de gozo. El motivo de la alegría se
manifiesta en los nombres que lleva el Mesías: Él es rey, el Rey
prometido, el heredero del trono de David; justo, el Justo por
excelencia que trae la justicia y la salvación; humilde, porque vendrá
pobre y montado en un asnillo.
He aquí
un rasgo que los rabinos debieron reconocer cuando se cumplió al pie de la
letra el Domingo de Ramos. Y el pueblo expresaba con sus gritos el mismo
contexto de aclamaciones mesiánicas, como la expresión Hijo de David,
acompañado de gritos de júbilo: Hosanna es una palabra hebrea que
significa: ¡ayúdanos! (¡oh Dios!) y que se usaba para expresar el júbilo y la
alegría. El relato evangélico subraya que Jesús recibió con agrado aquellas
manifestaciones -quizá por venir de los humildes y ser sinceras, más allá de su
escasa perseverancia- cuando se niega a hacerles callar como pretendían sus
enemigos: «Pero algunos fariseos, de entre la multitud, dirigiéndose a Él,
dijeron: “Maestro, reprende a tus discípulos”. Mas Él respondió: “Os digo, si
estas gentes se callan, las piedras se pondrán a gritar» (Lc 19 39-40; cfr.
Mt 21, 15ss)
Podemos,
pues, concluir que la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, por un lado,
subraya que iba a padecer espontáneamente, hecho subrayado por otras
expresiones recogidas por los Evangelios y, por otro, que en su Pasión, Muerte
y Resurrección se iban a cumplir las Profecías. Que Jesucristo es «el que
viene en nombre del Señor» (Sal 117, 26), el Mesías, el Salvador prometido
por Dios y esperado durante siglos por el pueblo de Israel que, «con su
muerte, triunfaría del demonio, mundo y carne y nos abriría el camino del cielo».
Por
tanto, en el horizonte del Domingo de Ramos ya se dibuja la Cruz. Ese mismo
Jesús que descendió del monte de los olivos como rey pacífico, para hacer su
entrada en Jerusalén, será sacado a la fuerza de esta misma ciudad para ser
crucificado. Y esa Cruz se ha convertido en la señal del cristiano, en la llave
que nos abrirá las puertas del cielo, en el árbol del que brotó la vida del
mundo.
Las
aclamaciones del primer Domingo de Ramos, fueron sinceras, pero sin hondura. El
mismo pueblo que hoy aclama a Jesús, le abandonaría pocos días más tarde. Y no
solamente por la perfidia de sus dirigentes sino porque un Mesías crucificado
defraudaba en lo más hondo las falsas expectativas de quienes habían confundido
el objeto de su esperanza y, antaño, le quisieron aclamar como rey porque había
saciado su hambre de pan (Jn 6, 15).
Los
cristianos no somos ajenos a esta misma sugestión, con frecuencia expresada en
la tensión entre unas celebraciones de Semana Santa espléndidas, brillantes,
multitudinarias y una vida alejada de Dios o que se contenta con formas
parciales de religiosidad que no pasan por el cumplimiento de su santa Ley y la
recepción fructuosa y frecuente de los sacramentos.
Es verdad
que Dios mira los corazones y nada dejará sin recompensa, como aceptó las
aclamaciones de los niños en Jerusalén aunque eso no justifica que la Semana
Santa quede reducida a un paréntesis, posiblemente de gran belleza estética y
poderosa evocación sentimental, pero que dice poco a una vida tan alejada de
Dios como la que, tal vez por desgracia, llevamos habitualmente. Ver la Semana
Santa como una manifestación exclusivamente cultural, popular o floklórica es
el primer paso para prescindir de ella cuando se acaban imponiendo formas
definitivamente secularizadas.
Algunas
sugerencias para no caer en estas desviaciones pueden ser las siguientes:
1.
Ver la
Pasión de Cristo como revelación del amor de Dios por cada uno de nosotros: «Por
nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato» «y ya no vivo
yo, sino que en mí vive Cristo. Y si ahora vivo en carne, vivo por la fe en el
Hijo de Dios, el cual me amo y se entregó por mí» (Gal 2, 20).
2.
Rectificar
y fortalecer el objeto trascendente de nuestra esperanza que es alcanzar en su
plenitud, después de nuestra muerte, el cumplimiento de las promesas ya
incoadas en nuestra vida por la gracia sobrenatural.
El
episodio que estamos glosando tiene también una lectura escatológica. Después
de haber recibido la aclamación mesiánica (Bendito el que viene en el nombre
del Señor) el Domingo de Ramos, Jesús anunció, al final de su último
discurso en el Templo (Mateo 23, 39), que estas mismas palabras serían la señal
el día de su triunfo definitivo. Entonces se volverán a Aquel a quien
traspasaron, como dice San Juan (19, 37), citando a Zacarías 12, 10. Comentando
el pasaje en que Jesús aplica así este versículo, dice Fillion que con estas palabras
«terminaba el ministerio propiamente dicho de nuestro Señor. Él mismo iba a
morir y aquellos a quienes se dirigía entonces no debían volver a verlo sino ni
fin de los tiempos. En efecto, las palabras “hasta que digáis: Bendito el que
viene en nombre del Señor” se refieren, según los mejores intérpretes, al
Retorno de Jesucristo al fin del mundo, como juez soberano y a la conversión de
los judíos, que tendrá lugar en esa época».
3.
El
propósito firme de conseguir ese objeto llevando una vida santa, de acuerdo con
nuestra dignidad de hijos de Dios. Si Jesucristo sufre y se abaja por el hombre
pecador; es justo que el hombre se aproveche de este ejemplo y procure su
salvación por los medios que le da a conocer la conducta del Salvador (cfr.
Epístola de la Misa: Flp 2, 6-11). Por eso nuestra vida ha de pasar por los
mismos caminos por los que discurrió la vida de Cristo en la tierra: humildad,
obediencia a la ley de Dios, servicio a los demás… rechazando las visiones
parciales que las ideologías mundanas sobreponen tantas veces a las exigencias
íntegras de nuestra Fe.
4.
Frecuentar
los Sacramentos, muy en especial la Eucaristía y la Confesión.
En un
momento en que muchos cristianos que se acercan con frecuencia a recibir la
Sagrada Comunión han abandonado por completo la Confesión, es necesario
insistir en la necesidad de recibir este Sacramento, sabiendo que quien quiere
obtener el perdón de Dios debe examinar cuidadosamente su conciencia y confesar
al sacerdote todos los pecados mortales.
Sabemos
lo que cuesta permanecer en pie junto a la Cruz de Jesús, como estaba Santa
María. A ella acudimos para que nos alcance la gracia de experimentar constantemente
en nosotros los frutos de la Redención.
Omnipotente
y sempiterno Dios, que, para ofrecer al género humano un ejemplo de humildad,
hiciste que nuestro Salvador tomase carne y padeciese la cruz: concédenos
propicio la gracia de comprender las lecciones de su paciencia y de participar
de su resurrección. Por el mismo Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Por: Padre Ángel
David Martín Rubio/www.adelantelafe.com
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