Dios,
nuestro Salvador; hizo aparecer su misericordia y su amor por los hombres.
Demos gracias a Dios, pues por él abunda nuestro consuelo en esta nuestra
peregrinación, en éste nuestro destierro, en ésta vida tan llena aún de
miserias.
Antes
de que apareciera la humanidad de nuestro Salvador, la misericordia de Dios
estaba oculta; existía ya, sin duda, desde el principio, pues la misericordia
del Señor es eterna, pero al hombre le era imposible conocer su magnitud. Ya
había sido prometida, pero el mundo aún no la había experimentado y por
eso eran muchos los que no creían en ella. Dios había hablado, ciertamente, de
muchas maneras por ministerio de los profetas. Y había dicho: Sé muy bien lo
que pienso hacer con ustedes: designios de paz y no de aflicción. Pero, con
todo, ¿qué podía responder el hombre, que únicamente experimentaba la aflicción
y no la paz? "¿Hasta cuándo - pensaba- irán anunciando: «Paz, paz», cuando
no hay paz?" Por ello los mismos mensajeros de paz lloraban amargamente, diciendo:
Señor, ¿quién ha dado fe a nuestra predicación? Pero ahora, en cambio, los
hombres pueden creer, por lo menos, lo que ya contemplan sus ojos; ahora los
testimonios de Dios se han hecho sobremanera dignos de fe, pues, para que este
testimonio fuera visible, incluso a los que tienen la vista enferma, el Señor
le ha puesto su tienda al sol.
Ahora,
por tanto, nuestra paz no es prometida, sino enviada; no es retrasada, sino
concedida; no es profetizada, sino realizada: el Padre ha enviado a la tierra
algo así como un saco lleno de misericordia; un saco, diría, que se romperá en
la pasión, para que se derrame aquel precio de nuestro rescate, que él
contiene; un saco que, si bien es pequeño, está totalmente lleno. En efecto, un
niño se nos ha dado, pero en este niño habita toda la plenitud de la divinidad.
Esta plenitud de la divinidad se nos dio después que hubo llegado la plenitud
de los tiempos. Vino en la carne para mostrarse a los que eran de carne y, de
este modo, bajo los velos de la humanidad, fue conocida la misericordia divina;
pues, cuando fue conocida la humanidad de Dios, ya no pudo quedar oculta su
misericordia. ¿En qué podía manifestar mejor el Señor su amor a los hombres
sino asumiendo nuestra propia carne? Pues fue precisamente nuestra carne la que
asumió, y no aquella carne de Adán que antes de la culpa era inocente.
¿Qué
cosa manifiesta tanto la misericordia de Dios como el hecho de haber asumido
nuestra miseria? ¿Qué amor puede ser más grande que el del Verbo de Dios, que
por nosotros se ha hecho como la hierba débil del campo? Señor, ¿qué es el
hombre para que le des importancia, para que te ocupes de él? Que comprenda,
pues, el hombre hasta qué punto Dios cuida de él; que reflexione sobre lo que
Dios piensa y siente de él.
No te
preguntes ya, oh hombre, por qué tienes que sufrir tú; pregúntate más bien por
qué sufrió él. De lo que quiso sufrir por ti puedes concluir lo mucho que te
estima; a través de su humanidad se te manifiesta el gran amor que tiene para
contigo. Cuanto menor se hizo en su humanidad, tanto mayor se mostró en el amor
que te tiene, cuanto más se abajó por nosotros, tanto más digno es de nuestro
amor. Dios, nuestro Salvador -dice el Apóstol-, hizo aparecer su misericordia y
su amor por los hombres. ¡Qué grande y qué manifiesta es esta misericordia y
este amor de Dios a los hombres! Nos ha dado una grande prueba de su amor al
querer que el nombre de Dios fuera añadido al título de hombre.
Fuente:
catholic.net