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La confesión, el sacramento incomprendido


Muchos católicos han deformado la visión del sacramento de la Reconciliación.

Desafortunadamente, en la actualidad, millones de cristianos parecen haberse olvidado del sacramento de la Reconciliación, pues se ha convertido en algo impopular, en algo pasado de moda. A cambio de ello, se han puesto de moda los psiquiatras, los mediums, los adivinos, los consultores matrimoniales y los abogados.

La necesidad de sentirse en paz con Dios, con uno mismo y con los demás es innata en nuestra naturaleza y, al no querer aceptar el remedio instituido por Dios, la confesión, el hombre ha tenido que inventarse nuevas formas de salida para sus angustias y preocupaciones.

Constantemente escuchamos frases como:
“yo no me confieso, yo me entiendo directo con Dios”
“no tengo por qué decirle mis pecados a un hombre que es igual a mí, o peor"
“no robo, no mato, .. . etc., así que no tengo porque confesarme”.

En estas expresiones vemos una falta de conocimiento de este sacramento y por consiguiente, se le da poco valor. Es necesario quitar los prejuicios que han hecho que los muchos católicos hayan deformado la visión del sacramento de la Reconciliación.

Esta situación parece ser fruto de tres razones:

1. Muchas personas por ignorancia o porque se les ha presentado una visión errónea de Dios, tienen una idea equivocada sobre quién es Él. Para muchos, Dios es un inspector que se dedica a contar los pecados de los hombres, un juez implacable que espera el momento en que hagamos algo malo para dictar su sentencia. Esta imagen distorsionada de Dios no resulta atractiva y ocasiona que las personas se alejen de Él y no hagan nada para volver a Él.

2. El concepto de “pecado”, parece haber desaparecido en la sociedad. Vemos que la palabra “pecado” se menciona lo menos posible. Aparentemente, ya nadie comete pecados, cuando mucho, se habla de cometer “errores”, o de tener “malos hábitos”. Esto lleva a una tolerancia excesiva de los malos actos y a una deformación de las conciencias.

3. El materialismo y el hedonismo están en el mundo a la orden del día. En la actualidad, se busca hacer un cristianismo a la medida. Se acepta el plan de Dios, siempre y cuando no nos moleste o nos incomode. De ahí, surgen expresiones cómo: “todos lo hacen”, o “yo hago lo que quiero mientras no moleste a nadie”. Es más cómodo seguir viviendo como hasta ahora, aunque no ssintamos mal con nosotros mismos, que pensar en convertirnos,ya que la verdadera conversión implica un esfuerzo y el abandono de costumbres o estilos de vida arraigados.

Debemos redescubrir a Dios como lo que es: nuestro Padre, Aquél que nos ama a pesar de nuestros defectos, nos ama tal como somos. Tanto nos ama, y es tan paciente con nosotros, que es Él mismo quien nos ofrece el perdón para que tengamos vida eterna, pidiéndonos a cambio una conversión, un cambio de vida, un volver nuestra mirada hacia Él a través del sacramento de la Reconciliación.

Podemos leer y meditar en Las parábolas de la misericordia y podemos conocer mejor ese corazón de Jesucristo, que acoge a los pecadores con amor y ternura.

Esta actitud de perdón de Cristo es continuada por la Iglesia, la cual siempre está dispuesta a acoger a los pecadores con un amor de madre.

Fuente: Catholic.net 

Con María a la misión

“Haced lo que El os diga” Juan 2,5.

Queridos amigos y hermanos, María Madre de las Misiones, intercede por nosotros haciendo florecer nuestra misión, para salir animados al encuentro del hermano, familiar, amigo y de quien aún no conocemos.

La compañía maternal de la Virgen María, nos anima a:

1°. Vencer el desánimo, ser obedientes y humildes para hacer la voluntad de Dios. Recordemos cuando María dijo: «Hágase en mí según tu palabra» y después salió sin miedo, con disposición y generosidad  para ayudar a su prima Santa Isabel. Si Dios está con nosotros, nada temeremos para salir con más alegría y prontitud al encuentro de nuestros hermanos.

2°. Ser agradecidos: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava...”; cuando nuestro testimonio es alegre y agradecido por la obra de Dios en nosotros,  los frutos de la misión se extienden ¡Denle las gracias a Yahveh, vitoreen su Nombre, publiquen entre los pueblos sus hazañas y celébrenlo, pues su Nombre es sublime! (Isaías 12:4). Den gracias al Señor, su nombre invoquen, entre los pueblos anuncien sus hazañas!  (Salmo 105:1-3).

3°. Estar en comunión con Dios. María es maestra de comunión con Dios, es hija del Padre, madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo; de igual manera si nos mantenemos en comunión con Dios por la oración y los sacramentos, al salir al encuentro con nuestro hermano, seremos capacitados y guiados por el Espíritu Santo,  sostenidos por el Padre, y sellados con la sangre del Cordero de Dios, además recibiremos el amor y enseñanza en la experiencia. Lee  Hechos 1:8.

4°. Realizar todo por amor y con amor, para glorificar al Padre. En  Juan 15: 8 dice: «Mi Padre es glorificado cuando ustedes dan mucho fruto y muestran así que son mis discípulos.   En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos”.

Dios nos está llamando a la misión permanente, el Papa Francisco ha expresado: «cuando el Señor nos llama, no piensa en lo que somos,  en lo que éramos, en lo que hemos hecho o dejado de hacer, al contrario, el Señor en el momento que nos llama, está mirando todo lo que podemos dar y todo el amor del que somos capaces de contagiar”.

San José, patrono de la Arquidiócesis,  también intercede por nosotros para que los frutos  de este  plan pastoral   sean abundantes; él nos enseña la obediencia y  el caminar sin rendirse para alcanzar las metas; recordemos que caminó de Nazaret a Belén, de Belén a Egipto y de Egipto  a Nazaret, obedeciendo a Dios para salvar al Niño Jesús.

Por: Jaynes Hernández Natera
Coordinadora Apostolado María Madre nos reconcilia con Cristo

Confesarnos, ¿por qué?

 "Él nunca se cansa de perdonar, pero nosotros a veces nos cansamos de pedir perdón." Papa Francisco

“El perdón se pide, se pide a otro, y en la Confesión pedimos el perdón a Jesús. El perdón no es fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un regalo, es un don del Espíritu Santo, que nos llena con el lavado de la misericordia y de la gracia que fluye incesantemente desde el corazón abierto de par en par de Cristo crucificado y resucitado.” Papa Francisco, Audiencia 19/02/2014

1. Confesarnos, ¿por qué?

La Confesión es un sacramento instituido por Jesucristo para perdonar los pecados, cuando dijo a sus apóstoles: “A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes retengáis los pecados, les serán retenidos.” Jn, 20,23.

Porque la vida nueva que nos fue dada por Él en el bautismo puede debilitarse y perderse a causa del pecado. Por ello, Cristo ha querido que la Iglesia continuase su obra de curación y de salvación mediante este sacramento.

Por la absolución sacramental del sacerdote, que actúa en nombre de Cristo, Dios concede al penitente el perdón y la paz, recupera la gracia por la que vive como hijo de Dios y puede llegar al cielo, la felicidad eterna.

Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1420-1421; 1426; 1446.

2. ¿Qué es el pecado?

“Él nunca se cansa de perdonar, pero nosotros a veces nos cansamos de pedir perdón." Papa Francisco

El pecado es una falta contra el amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. San Agustín lo ha definido como el “amor de sí hasta el desprecio de Dios”. Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cfr. Flp 2, 6-9).

Los pecados se distinguen según su gravedad en mortal y venial. El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior. El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere.

Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: una acción que tiene como objeto una materia grave, cometida con pleno conocimiento (plena conciencia) y deliberado consentimiento.

La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: “No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre” (Mc 10, 19). La gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño.

Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento. El pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto desordenado a bienes creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral; merece penas temporales. El pecado venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el pecado mortal.

Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1849-1864.

Contemplar el misterio

No hemos de extrañarnos. Arrastramos en nosotros mismos —consecuencia de la naturaleza caída— un principio de oposición, de resistencia a la gracia: son las heridas del pecado de origen, enconadas por nuestros pecados personales. Por tanto, hemos de emprender esas ascensiones, esas tareas divinas y humanas —las de cada día—, que siempre desembocan en el Amor de Dios, con humildad, con corazón contrito, fiados en la asistencia divina, y dedicando nuestros mejores esfuerzos como si todo dependiera de uno mismo.
Amigos de Dios, 214

Ahora comprendes cuánto has hecho sufrir a Jesús, y te llenas de dolor: ¡qué sencillo pedirle perdón, y llorar tus traiciones pasadas! ¡No te caben en el pecho las ansias de reparar!

Bien. Pero no olvides que el espíritu de penitencia está principalmente en cumplir, cueste lo que cueste, el deber de cada instante.
Via Crucis, IX Estación,9

3. ¿Qué se necesita para una buena Confesión?

Para hacer una buena Confesión es necesario: un diligente examen de conciencia de los pecados cometidos desde la última Confesión; la contrición o arrepentimiento; la confesión, o la acusación de los pecados hecha delante del sacerdote y la satisfacción o penitencia impuesta por el confesor al penitente para reparar el daño causado por el pecado.

Para hacer el examen de conciencia ayuda repasar los pecados cometidos desde la última confesión a la luz de los diez mandamientos, del Sermón de la montaña y las enseñanzas apostólicas.

La contrición consiste en el dolor y la detestación del pecado cometido, porque es una ofensa a Dios y a los demás, e incluye el deseo de no volver a pecar.

Por la confesión o acusación el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia. Se deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos, pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos.
Si alguna vez caes, hijo, acude prontamente a la Confesión y a la dirección espiritual: ¡enseña la herida!, para que te curen a fondo, para que te quiten todas las posibilidades de infección, aunque te duela como en una operación quirúrgica. Forja, 192

La confesión de todos los pecados cometidos manifiesta la verdadera contrición y el anhelo de la misericordia divina. Es como cuando enfermo deja ver su llaga al médico para que le cure.

La satisfacción o penitencia. Si los pecados causan daño al prójimo, es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo. La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó. Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe "satisfacer" de manera apropiada o "expiar" sus pecados del modo que indique el confesor.
Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1451; 1455; 1456; 1459

Contemplar el misterio
Padre: ¿cómo puede usted aguantar esta basura? —me dijiste—, luego de una confesión contrita.

—Callé, pensando que si tu humildad te lleva a sentirte eso —basura: ¡un montón de basura!—, aún podremos hacer de toda tu miseria algo grande.
Camino, 605

La sinceridad es indispensable para adelantar en la unión con Dios.
—Si dentro de ti, hijo mío, hay un "sapo", ¡suéltalo! Di primero, como te aconsejo siempre, lo que no querrías que se supiera. Una vez que se ha soltado el "sapo" en la Confesión, ¡qué bien se está!
Forja, 193

4. ¿Por qué pedir perdón a un hombre y no directamente a Dios? 

Sólo Dios perdona los pecados (cfr. Mc 2,7). Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: "El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra" (Mc 2,10) y ejerce ese poder divino: "Tus pecados están perdonados" (Mc 2,5; Lc 7,48).

Jesús, en virtud de su autoridad divina, confiere este poder a apóstoles (cfr. Jn 20,21-23) y a sus sucesores, los sacerdotes, para que lo ejerzan en su nombre. Cristo quiso que la Iglesia fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Y confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico. Por eso el sacerdote al confesar actúan "en nombre de Cristo", y "es Dios mismo" quien, a través de él nos dice: "Dejaos reconciliar con Dios" (Cfr. 2 Co 5,20).
Catecismo de la Iglesia Católica, 1441-1442

Contemplar el misterio

Me escribes que te has llegado, por fin, al confesonario, y que has probado la humillación de tener que abrir la cloaca —así dices— de tu vida ante “un hombre”.
—¿Cuándo arrancarás esa vana estimación que sientes de ti mismo? Entonces, irás a la confesión gozoso de mostrarte como eres, ante “ese hombre” ungido —otro Cristo, ¡el mismo Cristo!—, que te da la absolución, el perdón de Dios.
Surco, 45

Si alguna vez caes, hijo, acude prontamente a la Confesión y a la dirección espiritual: ¡enseña la herida!, para que te curen a fondo, para que te quiten todas las posibilidades de infección, aunque te duela como en una operación quirúrgica.
Forja, 192

5. ¿Con qué frecuencia hay que confesarse?

Él nunca se cansa de perdonar, pero nosotros a veces nos cansamos de pedir perdón. Papa Francisco, Ángelus 17 de marzo 2014

Todo fiel llegado a la edad del uso de razón debe confesar al menos una vez al año. Además quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave no puede comulgar, sin acudir antes a la confesión sacramental. Además, la Iglesia recomienda vivamente la confesión habitual de los pecados veniales, porque ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu.

La llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Se trata de una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que recibe en su propio seno a los pecadores y que siendo santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación (cfr. LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del "corazón contrito" (Sal 51,19), atraído y movido por la gracia (cfr. Jn 6,44; 12,32) a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero (cfr. 1 Jn 4,10).

El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola del hijo pródigo, cuyo centro es el padre misericordioso (cfr. Lc 15,11-24). La fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.
Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1428; 1439; 1457

Contemplar el misterio

Mientras peleamos —una pelea que durará hasta la muerte—, no excluyas la posibilidad de que se alcen, violentos, los enemigos de fuera y de dentro. Y por si fuera poco ese lastre, en ocasiones se agolparán en tu mente los errores cometidos, quizá abundantes. Te lo digo en nombre de Dios: no desesperes. Cuando eso suceda —que no debe forzosamente suceder; ni será lo habitual—, convierte esa ocasión en un motivo de unirte más con el Señor; porque El, que te ha escogido como hijo, no te abandonará. Permite la prueba, para que ames más y descubras con más claridad su continua protección, su Amor.
Insisto, ten ánimos, porque Cristo, que nos perdonó en la Cruz, sigue ofreciendo su perdón en el Sacramento de la Penitencia, y siempre tenemos por abogado ante el Padre a Jesucristo, el Justo. El mismo es la víctima de propiciación por nuestros pecados: y no tan sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo, para que alcancemos la Victoria.

¡Adelante, pase lo que pase! Bien cogido del brazo del Señor, considera que Dios no pierde batallas. Si te alejas de El por cualquier motivo, reacciona con la humildad de comenzar y recomenzar; de hacer de hijo pródigo todas las jornadas, incluso repetidamente en las veinticuatro horas del día; de ajustar tu corazón contrito en la Confesión, verdadero milagro del Amor de Dios. En este Sacramento maravilloso, el Señor limpia tu alma y te inunda de alegría y de fuerza para no desmayar en tu pelea, y para retornar sin cansancio a Dios, aun cuando todo te parezca oscuro. Además, la Madre de Dios, que es también Madre nuestra, te protege con su solicitud maternal, y te afianza en tus pisadas.
Amigos de Dios, 214

¡Dios sea bendito!, te decías después de acabar tu Confesión sacramental. Y pensabas: es como si volviera a nacer.
Luego, proseguiste con serenidad: “Domine, quid me vis facere? —Señor, ¿qué quieres que haga?
—Y tú mismo te diste la respuesta: con tu gracia, por encima de todo y de todos, cumpliré tu Santísima Voluntad: “serviam! —¡te serviré sin condiciones!
Forja, 238

Fuente: http://www.es.josemariaescriva.info 

Beso sus manos sacerdotales


No podré olvidar la primera vez que se acercó a mí y me extendió su mano... 

En los campos de México, como en los de España, existe la bella costumbre de invitar al sacerdote a bendecir los campos de cultivo. En los primeros años de mi ministerio había hecho este rito, lleno de tantas esperanzas para los hombres que viven de su trabajo en el campo.

Recién llegado a México se me encomendó la atención como vicario cooperador de una zona rural y visitaba 24 comunidades dedicadas a las labores del campo. El primer año fui invitado por don Nicanor, un ranchero jalisciense, curtido por los años, de intensos ojos azules y piel blanca. Rebasaba ya los 60 años, pero su constitución física, acostumbrada al trabajo, era la de un hombre joven y fuerte. Se le respetaba en el rancho por su prudencia y su sabiduría empírica.

No podré olvidar la primera vez que se acercó a mí y me extendió su mano. Yo lo saludé como a otro más, dándole la mía, pero hizo un gesto que traté de evitar. Y es que don Nicanor hizo el intento de besarme la mano. Con fuerza quise impedirlo. Quizá por venir de España, en donde toda forma de clericalismo se ha ido cambiando por la indiferencia e incluso el rechazo al sacerdote.

Pero sin pensarlo él me sujetó fuertemente la mano, la llevo a sus labios y con el sombrero descubierto la besó. Luego me miró a los ojos y me dijo con cierta autoridad en su voz: «No lo beso a usted. Beso al Señor en sus manos consagradas que quiero bendigan nuestros campos».

Sabia lección me dio don Nicanor ese domingo después de la misa. Mis manos no habían sido besadas después del cantamisa en España. Eso se acostumbra más por un rito-tradición que por un verdadero gesto de descubrir, en esas manos pecadoras, las manos del Carpintero de Nazaret; en las manos de este hombre llamado al sacerdocio, las mismas manos del que multiplicó los panes, del que sanó a los enfermos, del que bendijo, del que lavó los pies a sus discípulos. Manos que fueron traspasadas por los clavos de la indiferencia, del rechazo, del rencor. Estas mis manos también son sus manos.

Bendije los campos de don Nicanor y de sus hermanos, y aquella tierra sementera me bendijo a mí. Luego recibí en premio sus primeros frutos. Aunque el verdadero premio ya lo había recibido antes. Mis manos: tus manos Señor.

Gracias don Nicanor

Por: José Rodrigo López Cepeda, MSpS | Fuente: www.100sacerdotes.com 

La vida consagrada, presencia del amor de Dios


Cuando toda la Iglesia se estaba preparando para la tan esperada fiesta del comienzo del tercer milenio, el Papa Juan Pablo II instituyó la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, cuya primera celebración tuvo lugar en la fiesta de la Presentación del Señor en el Templo del año 1997. Desde entonces seguimos viviendo con gozo esta Jornada que toca las fibras más íntimas de nuestras vidas.

Tres eran los fines principales que Juan Pablo II se proponía con la celebración de esta Jornada. En primer lugar, la Jornada Mundial de la Vida Consagrada quería responder a la íntima necesidad de alabar más solemnemente al Señor y darle gracias por el gran don de la vida consagrada.

En segundo lugar, esta Jornada tiene como finalidad promover en todo el Pueblo de Dios el conocimiento y la estima de la vida consagrada. En este sentido, comentaba entonces Juan Pablo II, la vida consagrada está al servicio de la consagración bautismal de todos los fieles. Al contemplar el don de la vida consagrada, la Iglesia contempla su íntima vocación de pertenecer solo a su Señor.

El tercer motivo se refiere directamente a las personas consagradas. En esta celebración todas las personas consagradas son invitadas a celebrar juntas y solemnemente las maravillas que el Señor ha realizado en ellas. De este modo podrán testimoniar con alegría a los hombres y mujeres de cada tiempo que el Señor es el Amor capaz de colmar el corazón de la persona humana.

La Jornada de la Vida Consagrada se celebra cada año en la fiesta en que se hace memoria de la presentación que María y José hicieron de Jesús en el templo. Esta escena evangélica revela el misterio de Jesús, el consagrado del Padre, que ha venido al mundo para hacer su voluntad. La Presentación de Jesús en el templo constituye así un icono elocuente de la donación total de la propia vida por quienes han sido llamados a reproducir en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, los rasgos de Jesús virgen, pobre y obediente. ( Cfr. Vita Consecrata, n.1)

A la presentación de Cristo se asocia María que, como Virgen Madre que lleva al Templo al Hijo para ofrecerlo al Padre, expresa muy bien la figura de la Iglesia que continúa ofreciendo sus hijos e hijas al Padre amoroso, asociándolos a la única oblación de Cristo, causa y modelo de toda consagración en la Iglesia.

La Iglesia nos convoca este año de 2019 para la celebración de la Jornada de la Vida Consagrada bajo el lema "Padre nuestro. La vida consagrada presencia del amor de Dios".
La Conferencia Episcopal nos invita a vivir la Jornada de este año como un acto de especial agradecimiento al "Padre nuestro" y a todo consagrado y consagrada, que con su vida es presencia del Amor de Dios.

En una de las catequesis sobre la santa misa, el Papa Francisco dedicó unas palabras muy hermosas al Padre Nuestro. En ellas nos decía que cuando nosotros rezamos el Padre nuestro, rezamos como rezaba Jesús. E insistía en decirnos que el Padre nuestro es la oración que hizo Jesús y nos la enseñó a nosotros. Y nos pidió que más allá de la misa, rezásemos el Padre nuestro por la mañana y por la noche, en los Laudes y en las Vísperas, de tal modo que el comportamiento filial hacia Dios y de fraternidad con el prójimo contribuyan a dar forma cristiana a nuestros días. ( Cfr. Papa Francisco, Audiencia General. Miércoles, 14 de marzo de 2018).

Este es el mensaje que la Iglesia nos hace llegar a los consagrados para la celebración de esta Jornada de la Vida Consagrada de 2019: Cada consagrado, con su vida y testimonio, nos anuncia que Dios es Padre. Su hijo Jesús nos enseñó una oración, el Padre nuestro, que expresa la relación que Dios tiene con cada uno de nosotros, sus hijos y sus consagrados.

Os invito a todas las personas consagradas de nuestra Diócesis de Tui-Vigo a que vivamos intensamente unidos esta Jornada de la Vida Consagrada, sintiéndonos cada vez más familia diocesana en el amor de un Dios lleno de misericordia.

Con esta ocasión quiero agradecer profundamente al P. Alfredo García, CMF, su entrega y su misión entre nosotros como Delegado Diocesano de la Vida Consagrada, especialmente su llamada permanente a una necesaria participación de todos en la renovación pastoral de nuestra Diócesis.

Con todo mi cariño y gratitud.
*Obispo de Tui-Vigo

Fuente: www.farodevigo.es