“El perdón se pide, se pide a otro, y en la
Confesión pedimos el perdón a Jesús. El perdón no es fruto de nuestros
esfuerzos, sino que es un regalo, es un don del Espíritu Santo, que nos llena
con el lavado de la misericordia y de la gracia que fluye incesantemente desde
el corazón abierto de par en par de Cristo crucificado y resucitado.” Papa Francisco, Audiencia 19/02/2014
1. Confesarnos, ¿por qué?
La Confesión es un sacramento instituido por Jesucristo para perdonar los
pecados, cuando dijo a sus apóstoles: “A quienes perdonéis los pecados, les
serán perdonados; a quienes retengáis los pecados, les serán retenidos.” Jn,
20,23.
Porque la vida nueva que nos fue dada por Él en el bautismo puede debilitarse y
perderse a causa del pecado. Por ello, Cristo ha querido que la Iglesia continuase
su obra de curación y de salvación mediante este sacramento.
Por la absolución sacramental del sacerdote, que actúa en nombre de Cristo,
Dios concede al penitente el perdón y la paz, recupera la gracia por la que
vive como hijo de Dios y puede llegar al cielo, la felicidad eterna.
Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1420-1421; 1426; 1446.
2. ¿Qué es el pecado?
“Él nunca se cansa de perdonar, pero nosotros a
veces nos cansamos de pedir perdón." Papa Francisco
El pecado es una falta contra el amor verdadero para con
Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes.
Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. San
Agustín lo ha definido como el “amor de sí hasta el desprecio de Dios”. Por
esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la
obediencia de Jesús que realiza la salvación (cfr. Flp 2, 6-9).
Los pecados se distinguen según su gravedad en mortal y venial. El pecado
mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción
grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su
bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior. El pecado venial deja
subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere.
Para que un pecado sea mortal se requieren
tres condiciones: una acción que tiene como objeto una materia grave, cometida
con pleno conocimiento (plena conciencia) y deliberado consentimiento.
La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven
rico: “No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso,
no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre” (Mc 10, 19). La gravedad de los
pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de
las personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los padres
es más grave que la ejercida contra un extraño.
Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia
leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley
moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero
consentimiento. El pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto
desordenado a bienes creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de
las virtudes y la práctica del bien moral; merece penas temporales. El pecado
venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco
a cometer el pecado mortal.
Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1849-1864.
Contemplar el misterio
No hemos de extrañarnos. Arrastramos en nosotros mismos —consecuencia de la
naturaleza caída— un principio de oposición, de resistencia a la gracia: son
las heridas del pecado de origen, enconadas por nuestros pecados personales.
Por tanto, hemos de emprender esas ascensiones, esas tareas divinas y humanas
—las de cada día—, que siempre desembocan en el Amor de Dios, con humildad, con
corazón contrito, fiados en la asistencia divina, y dedicando nuestros mejores
esfuerzos como si todo dependiera de uno mismo.
Amigos de Dios, 214
Ahora comprendes cuánto has hecho sufrir a Jesús, y te llenas de dolor: ¡qué
sencillo pedirle perdón, y llorar tus traiciones pasadas! ¡No te caben en el
pecho las ansias de reparar!
Bien. Pero no olvides que el espíritu de penitencia está principalmente en
cumplir, cueste lo que cueste, el deber de cada instante.
Via Crucis, IX Estación,9
3. ¿Qué se necesita para una buena Confesión?
Para hacer una buena Confesión es necesario: un
diligente examen de conciencia de los pecados cometidos desde la
última Confesión; la contrición o arrepentimiento; la confesión, o la acusación
de los pecados hecha delante del sacerdote y la satisfacción o penitencia
impuesta por el confesor al penitente para reparar el daño causado por el
pecado.
Para hacer el examen de conciencia ayuda repasar los pecados
cometidos desde la última confesión a la luz de los diez mandamientos, del
Sermón de la montaña y las enseñanzas apostólicas.
La contrición consiste en el dolor y la detestación del pecado
cometido, porque es una ofensa a Dios y a los demás, e incluye el deseo de no
volver a pecar.
Por la confesión o acusación el hombre se enfrenta a los
pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se
abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia. Se deben enumerar todos los
pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente,
incluso si estos pecados son muy secretos, pues, a veces, estos pecados hieren
más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la
vista de todos.
Si alguna vez caes, hijo, acude prontamente a la
Confesión y a la dirección espiritual: ¡enseña la herida!, para que te curen a
fondo, para que te quiten todas las posibilidades de infección, aunque te duela
como en una operación quirúrgica. Forja, 192
La confesión de todos los pecados cometidos
manifiesta la verdadera contrición y el anhelo de la misericordia divina. Es
como cuando enfermo deja ver su llaga al médico para que le cure.
La satisfacción o penitencia. Si los pecados causan daño al
prójimo, es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las
cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar
las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el pecado hiere y
debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo.
La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el
pecado causó. Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena
salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe
"satisfacer" de manera apropiada o "expiar" sus pecados del
modo que indique el confesor.
Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1451; 1455; 1456; 1459
Contemplar el misterio
Padre: ¿cómo puede usted aguantar esta basura? —me
dijiste—, luego de una confesión contrita.
—Callé, pensando que si tu humildad te lleva a sentirte eso —basura: ¡un montón
de basura!—, aún podremos hacer de toda tu miseria algo grande.
Camino, 605
La sinceridad es indispensable para adelantar en la unión con Dios.
—Si dentro de ti, hijo mío, hay un "sapo", ¡suéltalo! Di primero,
como te aconsejo siempre, lo que no querrías que se supiera. Una vez que se ha
soltado el "sapo" en la Confesión, ¡qué bien se está!
Forja, 193
4. ¿Por qué pedir perdón a un hombre y no directamente a Dios?
Sólo Dios perdona los pecados (cfr. Mc 2,7). Porque Jesús es el Hijo de Dios,
dice de sí mismo: "El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados
en la tierra" (Mc 2,10) y ejerce ese poder divino: "Tus pecados están
perdonados" (Mc 2,5; Lc 7,48).
Jesús, en virtud de su autoridad divina, confiere
este poder a apóstoles (cfr. Jn 20,21-23) y a sus sucesores, los sacerdotes,
para que lo ejerzan en su nombre. Cristo quiso que la Iglesia fuera el signo y el instrumento del perdón y de
la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Y confió el
ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico. Por eso el
sacerdote al confesar actúan "en nombre de Cristo", y "es Dios
mismo" quien, a través de él nos dice: "Dejaos reconciliar con
Dios" (Cfr. 2 Co 5,20).
Catecismo de la Iglesia Católica, 1441-1442
Contemplar el misterio
Me escribes que te has llegado, por fin, al confesonario, y que has probado la
humillación de tener que abrir la cloaca —así dices— de tu vida ante “un
hombre”.
—¿Cuándo arrancarás esa vana estimación que sientes de ti mismo? Entonces, irás
a la confesión gozoso de mostrarte como eres, ante “ese hombre” ungido —otro
Cristo, ¡el mismo Cristo!—, que te da la absolución, el perdón de Dios.
Surco, 45
Si alguna vez caes, hijo, acude prontamente a la Confesión y a la dirección
espiritual: ¡enseña la herida!, para que te curen a fondo, para que te quiten
todas las posibilidades de infección, aunque te duela como en una operación
quirúrgica.
Forja, 192
5. ¿Con qué frecuencia hay que confesarse?
Todo fiel llegado a la edad del uso de razón debe confesar al menos una vez al
año. Además quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave no puede comulgar, sin acudir antes a la
confesión sacramental. Además, la Iglesia recomienda vivamente la confesión
habitual de los pecados veniales, porque ayuda a formar la conciencia, a
luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar
en la vida del Espíritu.
La llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los
cristianos. Se trata de una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que
recibe en su propio seno a los pecadores y que siendo santa al mismo tiempo que
necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la
renovación (cfr. LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana.
Es el movimiento del "corazón contrito" (Sal 51,19), atraído y movido
por la gracia (cfr. Jn 6,44; 12,32) a responder al amor misericordioso de Dios
que nos ha amado primero (cfr. 1 Jn 4,10).
El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente
por Jesús en la parábola del hijo pródigo, cuyo centro es el padre
misericordioso (cfr. Lc 15,11-24). La fascinación de una libertad ilusoria, el
abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra
tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a
apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que
comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y
la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la
acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos
propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de
fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la
vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia.
Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre,
pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de
simplicidad y de belleza.
Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1428; 1439; 1457
Contemplar el misterio
Mientras peleamos —una pelea que durará hasta la muerte—, no excluyas la
posibilidad de que se alcen, violentos, los enemigos de fuera y de dentro. Y
por si fuera poco ese lastre, en ocasiones se agolparán en tu mente los errores
cometidos, quizá abundantes. Te lo digo en nombre de Dios: no desesperes.
Cuando eso suceda —que no debe forzosamente suceder; ni será lo habitual—,
convierte esa ocasión en un motivo de unirte más con el Señor; porque El, que
te ha escogido como hijo, no te abandonará. Permite la prueba, para que ames
más y descubras con más claridad su continua protección, su Amor.
Insisto, ten ánimos, porque Cristo, que nos perdonó en la Cruz, sigue
ofreciendo su perdón en el Sacramento de la Penitencia, y siempre tenemos por
abogado ante el Padre a Jesucristo, el Justo. El mismo es la víctima de
propiciación por nuestros pecados: y no tan sólo por los nuestros, sino también
por los de todo el mundo, para que alcancemos la Victoria.
¡Adelante, pase lo que pase! Bien cogido del brazo del Señor, considera que
Dios no pierde batallas. Si te alejas de El por cualquier motivo, reacciona con
la humildad de comenzar y recomenzar; de hacer de hijo pródigo todas las
jornadas, incluso repetidamente en las veinticuatro horas del día; de ajustar
tu corazón contrito en la Confesión, verdadero milagro del Amor de Dios. En
este Sacramento maravilloso, el Señor limpia tu alma y te inunda de alegría y
de fuerza para no desmayar en tu pelea, y para retornar sin cansancio a Dios, aun
cuando todo te parezca oscuro. Además, la Madre de Dios, que es también Madre
nuestra, te protege con su solicitud maternal, y te afianza en tus pisadas.
Amigos de Dios, 214
¡Dios sea bendito!, te decías después de acabar tu Confesión sacramental. Y pensabas:
es como si volviera a nacer.
Luego, proseguiste con serenidad: “Domine, quid me
vis facere? —Señor, ¿qué quieres que haga?
—Y tú mismo te diste la respuesta: con tu gracia,
por encima de todo y de todos, cumpliré tu Santísima Voluntad: “serviam! —¡te
serviré sin condiciones!
Forja, 238
Fuente:
http://www.es.josemariaescriva.info