En este santo tiempo, la Iglesia ofrece al Niño Dios
el tributo de sus profundas adoraciones, los transportes de sus inefables
alegrías, el homenaje de su agradecimiento infinito, la ternura de su amor
incomparable. Estos sentimientos, adoración, alegría, agradecimiento, amor,
expresan el conjunto de actos que toda alma fiel debe también tributar al
Emmanuel en su cuna. Las oraciones de la Liturgia la prestarán su voz pura y
perfecta; más penetremos en la naturaleza de esos sentimientos para sentirlos
mejor y hacer totalmente nuestra la forma con la que los expresa la Santa
Iglesia.
ADORACIÓN.- Nuestro primer
deber ante la cuna del Salvador es la adoración. La adoración es el primero de
los actos de religión; pero se puede decir que, en el misterio de Navidad, todo
parece contribuir a hacer ese deber más sagrado todavía. En el cielo, los
Ángeles se cubren el rostro y se postran ante el trono de Dios; los
veinticuatro ancianos deponen continuamente sus diademas ante la Majestad del
Cordero; ¿qué hemos de hacer nosotros, pecadores, miembros indignos del pueblo
redimido, cuando el mismo Dios se humilla y anonada por nosotros; cuando, por
el más sublime de los cambios, los deberes de la criatura para con su Creador
son por El mismo realizados, cuando Dios eterno no sólo se inclina ante la
Majestad Infinita, sino ante el hombre pecador?
Es, pues, justo que, a la vista de un espectáculo
semejante, procuremos con nuestras profundas adoraciones devolver al Dios que
se humilla por nosotros una partecita de lo que le sustrae su inmenso amor al
hombre y su fidelidad a los mandatos de su Padre. Debemos, en cuanto nos sea
posible, imitar en la tierra los sentimientos de los Ángeles del cielo, y no
acercarnos nunca al divino Niño sin ofrecerle el incienso de una sincera
adoración, las protestas de nuestro vasallaje y la pleitesía del acatamiento
debido a su Infinita Majestad, tanto más digna de nuestro respeto cuanto más se
rebaja por nosotros. ¡ Ay de nosotros si, demasiado familiarizados con la
aparente flaqueza del divino Infante, y con sus tiernas caricias, creyéramos
poder prescindir de esa primera obligación y olvidarnos de lo que El es y lo
que somos nosotros!
El ejemplo de la Purísima Virgen María nos ayudará
mucho a conservar en nosotros esa humildad. María era humilde delante de Dios
antes de ser Madre; después de serlo, es más humilde todavía ante su Dios y su
Hijo. Pues nosotros, despreciables criaturas, pecadores mil veces perdonados,
adoremos con todas nuestras potencias a Aquel que desde tan elevadas alturas
baja hasta nuestra miseria, y tratemos de compensar con nuestros actos de
humildad, ese eclipse de su gloria que se realiza en la cueva y en los pañales.
ALEGRÍA.- Pero la Santa
Iglesia no ofrece solamente al Niño Dios el tributo de sus profundas
adoraciones; el misterio del Emmanuel, del Dios con nosotros, es también para
ella fuente de inefable alegría. El respeto debido a Dios se conjuga de un modo
admirable, en sus cánticos sublimes, con la alegría que los Ángeles la
recomendaron. Tiene a gala imitar el regocijo de los pastores, que a toda prisa
y rebosantes de contento acudieron a Belén y también la alegría de los Magos,
cuando a su salida de Jerusalén volvieron a ver la estrella. Es el motivo de
que toda la cristiandad consciente celebre el divino Natalicio con cantos
alegres y populares, conocidos con el nombre de Villancicos.
Unámonos, oh cristianos, a esa jubilosa alegría; no
es tiempo de lágrimas ni suspiros: Un Niño nos ha nacido. Ha llegado el que
esperábamos y ha llegado para morar con nosotros. Como ha sido larga la espera,
deberá ser embriagador el gozo de poseerle. Día llegará, y muy pronto, en que
este niño que hoy nace, hecho ya hombre, será el varón de dolores. Entonces nos
lamentaremos con Él; ahora debemos alegrarnos de su venida y cantar con los
Ángeles junto a su cuna. Estos cuarenta días pasarán veloces; recibamos con el
corazón dilatado la dicha que nos viene de arriba como un don celestial. La
Sabiduría divina nos enseña que el corazón del justo es una continua fiesta,
porque en él reside la paz: ahora bien, estos días ha venido la Paz a la
tierra, la Paz a los hombres de buena voluntad.
AGRADECIMIENTO.- A esta mística y
deliciosa alegría viene como por sí mismo a unirse el sentimiento de gratitud
para con Aquel que, sin detenerse ante nuestra indignidad ni ante las
consideraciones debidas a su infinita Majestad, quiso escoger una Madre entre
las hijas de los hombres, y una cuna en un establo: tan empeñado estaba en la
obra de nuestra salvación, en apartar de sí todo lo que pudiera inspirarnos
miedo o timidez y en animarnos con su divino ejemplo a seguir el camino de la
humildad, por donde debemos marchar para llegar al cielo, perdido por nuestro
orgullo.
Recibamos, pues, con el corazón emocionado el
precioso regalo de un Niño libertador. Es el Hijo único del Padre, de ese Padre
que amó al mundo hasta el extremo de entregarle su propio Hijo; y es el mismo
Hijo único quien confirma plenamente la voluntad de su Padre, viniendo a
ofrecerse por nosotros porque Él lo quiso. En verdad, al entregárnosle el Padre
¿no nos lo ha dado todo con Él, como dice el Apóstol? ¡Oh inestimable dádiva!
¿Podríamos ofrecer un agradecimiento equivalente al regalo, cuando, en el fondo
de nuestra miseria, somos incapaces de estimar su valor? En este misterio, sólo
Dios y el divino Infante, que guarda el secreto en el fondo de su cuna, saben
perfectamente lo que nos dan.
AMOR.- Pero, si la
gratitud no puede ser proporcionada a la dádiva ¿quién habrá de pagar la deuda?
Sólo el amor será capaz de hacerlo, porque, por muy limitado que sea, no tiene
medida, y siempre puede ir en aumento. Por eso la santa Iglesia se siente
invadida de una inefable ternura en la cueva, después de haber adorado,
bendecido y dado gracias, y exclama: ¡Cuán hermoso eres, oh amado mío! ¡Oh
divino Sol de justicia, cuán suave es a mi vista, tu despertar! ¡Cuán
vivificantes tus rayos para mi corazón! ¡Cómo se afianza tu triunfo en mi alma
cuando la vences con las armas de la pobreza, de la humildad y de la infancia!
Y todas sus palabras son palabras de amor; la adoración, la alabanza, la acción
de gracias no son en sus Cánticos más que expresión variada e íntima del amor
que transforma todos sus sentimientos.
Sigamos también nosotros, oh cristianos, a nuestra
Madre la Iglesia y llevemos nuestros corazones al Emmanuel. Los Pastores le
ofrendan su sencillez, los Magos le llevan ricos presentes; unos y otros nos
enseñan que nadie debe presentarse ante el divino Infante sin ofrecerle un
donativo digno. Ahora bien, es preciso que lo sepamos: ningún tesoro estima
tanto como el que ha venido a buscar. El amor le hizo bajar del cielo.
¡Compadezcamos al corazón que no le entrega su amor!
Estos son los deberes que nuestras almas deben
tributar a Jesucristo en la primera venida, que hizo en carne y flaqueza, como
dice San Bernardo, no para juzgar al mundo sino para salvarle.