No os burléis más
de las amenazas del Señor; no sea que vuestras cadenas se endurezcan más
todavía. (Is; XXVIII, 22.)
Dios manda a Jonás
que vaya a predicar á Nínive; el profeta desobedece al Señor, y se embarca para
ir a Tarsis. Levántase súbitamente una furiosa tormenta, que amenaza sumergir
el navío. Advirtiendo Jonás que la tempestad no había sobrevenido sino para
castigarle, dice a los marineros: arrojadme al mar. Los marineros echaron al profeta
al mar, y calmó la tempestad. Si Jonás no hubiese sido arrojado al mar, la
tempestad no hubiera cesado. Induzcamos de este ejemplo que, si no expelimos el
pecado de nuestros corazones, no cesará la tormenta, esto es, la calamidad.
Nuestros pecados son los vientos funestos que excitan las tempestades, y que
nos hacen naufragar. Mientras nos afligen las calamidades hacemos penitencias
exteriores, novenas, procesiones, exposiciones del Santísimo Sacramento; mas,
si no nos corregimos, todo esto ¿de qué sirve? Todas nuestras devociones son
poco menos que inútiles cuando no abandonamos el pecado, porque estas
devociones no aplacan a Dios.
Si queremos aplacar
al Señor, preciso es que alejemos la causa de su cólera; debemos alejar el
pecado. El paralítico pedía a Jesucristo la salud; mas el Salvador, antes de
curarle de la enfermedad del cuerpo, le curó de la del alma: le concedió el
dolor de sus pecados, y le dijo en seguida que ya estaban perdonados.
El Señor aleja ante
todo la causa de la enfermedad, dice Santo Tomás; es decir, los pecados, y
luego después cura la enfermedad. La raíz del mal es el pecado: así el Señor,
después que hubo curado aquel paralítico, le dijo: Guárdate, hijo mío, de pecar
de nuevo; porque, si pecas, volverás a caer enfermo más de lo que estabas. Esta
es la advertencia que da el Eclesiástico. (Eccl., XXXIX, 9.) Es menester
primeramente dirigirse al médico del alma a fin de que os libre del pecado, y
en seguida recurrir al médico del cuerpo a fin de que os libre de la enfermedad.
En una palabra, el
pecado, o mejor nuestra obstinación en el pecado, es el origen de todos
nuestros castigos, dice San Basilio. Nosotros hemos ofendido al Señor, y no
queremos de ello arrepentirnos. Preciso es escucharle cuando nos llama con la
voz de las calamidades, pues de lo contrario se verá precisado a lanzar contra
nosotros sus maldiciones. (Deut; XXVIII, 15.) Cuando ofendemos a Dios,
provocamos a todas las criaturas a que se vuelvan contra nosotros. Cuando un
esclavo se rebela contra su amo, dice San Anselmo, excita contra sí no
solamente la cólera de su amo, sino también la de toda su familia: así, cuando
ofendemos a Dios, llamamos a todas las criaturas para que nos aflijan.
Irritamos sobre todo contra nosotros, dice San Gregorio (Hom; XXXV), las criaturas
de que nos servimos para ofender a Dios. La misericordia de Dios impide que
estas criaturas no nos destruyan; mas, cuando ve que despreciamos sus amenazas
y que continuamos pecando, se sirve de estas criaturas para vengarse de los
insultos que le hacemos. (Sap; V, 17-27.).
Si no aplacamos al
Señor corrigiéndonos, no podremos substraernos del castigo. ¿Hay locura mayor,
dice San Gregorio, que figurarse que Dios cesará de castigarnos en tanto que no
queremos cesar de ofenderle? Se asiste a la iglesia, se va al sermón; mas no
nos acercamos a la confesión, no queremos mudar de vida, ¿Cómo queremos ser
librados de las calamidades, si no alejamos la causa de ellas? No cesando de
irritar al Señor, ¿a qué admirarse de que el Señor no cese de afligiros? ¿Creéis
que el Señor se aplaca viéndoos practicar alguna obra exterior de piedad, sin
pensar por otra parte en arrepentiros de vuestras faltas, sin restablecer el
honor que habéis mancillado, sin restituir lo que habéis robado, sin alejaros,
en fin, de estas ocasiones que os alejan del Señor? No os burléis del Señor,
dice el profeta Isaías (Is; XXVII, 27), pues esto sería redoblar las cadenas
que os arrastran al Infierno. No pequemos, pues, no irritemos al Señor; el
azote está ya amenazando vuestras cabezas: no soy el profeta Isaías; más puedo
aseguraros que el azote del Señor está para descargar si no nos rendimos a sus
amenazas.
No sufre Dios que
se burlen de Él. No os he mandado, dice (Jeremías; XII, 22), darme pruebas
puramente exteriores; lo que quiero es que escuchéis mi voz, que mudéis de
vida, que hagáis una buena confesión, porque sabéis que todas vuestras pasadas
confesiones son nulas (N. de la R.: pues no teníais verdadero propósito de
enmienda), porque todas eran inmediatamente seguidas de numerosas
reincidencias. Quiero que renunciéis a esta propensión, a aquella compañía;
quiero que tratéis de restituir lo que habéis robado, de reparar los perjuicios
que causasteis. Haced lo que os digo: entonces seré lo que deseáis; seré Dios
de misericordia. (Jerem; VII, 13.)
No ignoran los
pecadores lo que han de practicar para volver a entrar en gracia con Dios; más
se obstinan en no hacerlo. ¡Cuántas personas, después de haber escuchado las
instrucciones públicas, los avisos de sus confesores, salen de la iglesia y se
hacen peores que antes! ¿Es éste el modo de aplacar al Señor? ¿Cómo pueden
presumir estos pecadores desdichados que el Señor los libertará de los azotes
con que les aflige? (Ps; IV.)
Honrad a Dios, no
en apariencia, sino con las obras: llorad vuestros pecados, frecuentad los
sacramentos, mudad de vida: después, esperad en el Señor. Si empero esperáis,
sin cesar de cometer pecados, no es esto una verdadera esperanza, sino una
temeridad. Es un engaño del demonio, que os hace más abominables a los ojos del
Señor, y provoca sobre vosotros más castigos.
El Señor está
irritado: levantada está su mano para castigaros con el azote terrible con que
os amenaza. ¿Qué queréis hacer para escapar de él? (Math; V, 5.) Preciso es
hacer una verdadera penitencia. Preciso es cambiar el odio en dulzura, y la
intemperancia en sobriedad: menester es observar los ayunos mandados por la
Iglesia; menester es abstenerse de esta cantidad de vino que abate al hombre
hasta el nivel del bruto; menester es huir las ocasiones. Si queréis producir
frutos dignos de penitencia, debéis aplicaros a servir a Dios con tanto mayor
fervor, cuanto más le habréis ofendido. (Rom; VI, 19.) Esto es lo que hicieron
Santa María Magdalena, San Agustín, Santa María Egipciaca y Santa Margarita de
Cortona.
Por su penitencia,
estos pecadores se hicieron más agradables a Dios que muchos otros que habían
cometido menos pecados, pero que eran tibios. Dice San Gregorio que el fervor
de un pecador es más grato a Dios que la tibieza de un inocente: la penitencia de
un pecador alegra al cielo más que la perseverancia de los justos, si después
del pecado ama a Dios con más fervor que el justo.
He aquí lo que se
llama hacer dignos frutos de penitencia: no basta, pues, venir a la iglesia y
hacer alguna obra de piedad. Si no se deja el pecado y la ocasión de pecar,
esto es burlarse de Dios e irritarle siempre más y más. (Mat; VIII, 9.) Dícese
regularmente: María nos ayudará, nuestros santos patronos nos librarán;
imposible es que los santos nos ayuden cuando no queremos librarnos del pecado.
Los santos son los amigos de Dios, y por esto mismo están muy distantes de
inclinarse a proteger los pecadores obstinados.
Temblemos, pues: el
Señor ha publicado ya la sentencia que condena al fuego todos los árboles sin
fruto. ¿Cuántos años hace que estáis en el mundo? ¿Qué frutos de buenas obras
habéis producido hasta ahora? ¿Qué honor habéis dado a Dios con vuestra
conducta? Vos no habéis cesado de amontonar pecados tras pecados, desprecios
tras desprecios, insultos tras insultos; éste es todo el fruto que habéis dado;
éste es todo el honor que habéis tributado al Señor. A pesar de todo, Dios
quiere concederos aún el tiempo para corregiros, para llorar vuestros pecados,
para amarle durante el resto de vuestra vida.
¿Qué queréis hacer,
pues? ¿Cuál es vuestra resolución? Deteneos: daos entera y sinceramente al
Señor. ¿Qué aguardáis? ¿Queréis que sea ya tarde que el árbol sea cortado y
arrojado al fuego del Infierno?
Concluyamos. El
Señor me ha encargado el instruiros, y me manda anunciaros de su parte que está
pronto a detener el torrente de calamidades que había preparado; pero a
condición que os convirtáis verdaderamente. Temblad, pues, si no habéis
resuelto aún mudar de vida; entregaos, empero, al más puro júbilo, si queréis,
en verdad, volver al Señor. (Ps; CIV, 3.) ¡Ojalá inunde el consuelo al corazón
que busca a Dios! Pues, para quien le busca, Dios es todo amor y compasión.
Incapaz es el Señor de desechar un alma que se humilla y se arrepiente de sus
faltas. (Ps., L.) Regocijaos, pues, si tenéis verdadera intención de
corregiros. Si teméis a la justicia divina con motivo de tantos crímenes de que
os reconocéis culpables, recurrid a la Madre de misericordia, dirigíos á la
Santísima Virgen, que protege eficazmente a cuantos se refugian bajo su manto
protector. — (Hacer un acto de dolor.)
“De la providencia
en las calamidades públicas”. San Alfonso María de Ligorio / www.catolicidad.com
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