Dios es para el hombre el único Señor. Lo ha creado
y lo cuida constantemente con su Providencia amorosa. La existencia de la
criatura y todo cuanto son o posee, lo ha recibido de Él. Por consecuencia, el hombre
mantiene con Dios unos lazos y obligaciones en cuanto Creador y Ser Supremo: es
el culto que debe rendírsele y que se vive con la virtud de la religión.
Horóscopos, amuletos, lectura de
cartas… ¿se puede confiar en la adivinación sin que afecte a nuestra vida
espiritual?
Alabar y adorar a Dios es lo que se conoce como
culto. Esa necesidad ha sido sentida desde los hombres más primitivos hasta los
de más elevada inteligencia, que se rinden sumisos al descubrir a Dios en su
ciencia. En cualquier caso, el culto dado a Dios se realiza de un modo adecuado
a la naturaleza del hombre, a un tiempo material y espiritual. Ya en el siglo
XVII la Iglesia consideró como herética la proposición de Miguel de Molinos, a
quien parecía imperfecto e indigno de Dios todo rito sensible, queriendo
reducirlo a lo interno y espiritual. En las facultades del entendimiento y
la voluntad es donde, ciertamente, se debe fundamentar el culto, pero no basta:
se precisan también actos externos de adoración: arrodillarse ante el Sagrario,
participar activamente en la Santa Misa, asistir con piedad a las ceremonias
litúrgicas….. Pues el hombre no es sólo espíritu, y Dios es también creador
del cuerpo.
En la práctica el culto se concreta en tener
prontitud y generosidad ante todo lo referente a Dios. Y llega hasta el detalle
de mostrar la reverencia debida a los objetos religiosos que usemos
corrientemente: colocar el crucifijo en el sitio de honor de la habitación,
guardar el agua bendita en un recipiente limpio, tratar con reverencia el libro
de los Evangelios y el rosario, permanecer atento y con una postura digna
dentro del Templo, especialmente en las bodas y otras ceremonias, donde es
fácil que el gusto de saludar a los viejos amigos nos lleve a convertir el
recinto sagrado en la antesala del salón de fiestas. Todos estos detalles de
reverencia son parte del primer mandamiento, pues con ellos manifestamos
nuestra fe de modo exterior.
¿No pasas nunca debajo de una escalera? ¿Llevas un
amuleto colgado del cuello? ¿Evitas que haya trece comensales en la mesa?
¿Intentas tocar la madera cuando ocurre algo que "da" mala suerte?
¿Te sientes influido en tu estado de ánimo porque el horóscopo que leíste hoy
no te era favorable? Si puedes responder "no" a estas preguntas, ni
te inquietan otras tantas supersticiones populares, entonces puedes estar
seguro de ser una persona bien equilibrada, con la fe y la razón en firme
control de tus sugestiones.
En nuestra sociedad "tecnificada", la
falta de fe lleva a que cada vez haya más supersticiosos. La superstición es
un pecado contra el primer mandamiento porque atribuye a personas o cosas
creadas unos poderes que sólo pertenecen a Dios. La omnipotencia que sólo a Él
pertenece se atribuye falsamente a una de sus criaturas. Todo lo que ocurre nos
viene de Dios; no del colmillo de un tiburón o las consejas de un curandero.
Nada malo sucede si Dios no lo permite, y todo lo que ocurre en nuestra vida
o en la ajena es para bien, para que aquello de algún modo contribuya a
nuestra santificación o a la del prójimo.
Del mismo modo, solamente Dios conoce de modo
absoluto los acontecimientos futuros, sin "quizás" ni probabilidades.
Todos somos capaces de predecir hechos que seguirán a determinadas causas.
Sabemos a qué hora llegaremos mañana a la oficina (si nos levantamos a tiempo);
sabemos qué haremos el fin de semana próxima (siempre y cuando no haya
imprevistos); los astrónomos pueden predecir la hora exacta en que saldrá y se
pondrá el sol el 15 de febrero del año 2019 (si el mundo no acaba antes). Pero
no sabemos qué día moriremos ni quién será el presidente de la república dentro
de veinte años. Dios conoce todo, tanto los eventos posibles como el feliz
desarrollo de acontecimientos necesarios.
De ahí que creer en adivinos o espiritistas sea un
pecado contra la fe que Dios ha querido que tengamos en Él y en su providencia.
El supersticioso es un crédulo que funda su fe en motivos al margen del plan
de Dios. Los adivinos son hábiles charlatanes que combinan la ley de las
probabilidades con el manejo de la psicología y la autosugestión del cliente, y
llegan a convencer incluso a personas inteligentes y cultas.
En sí misma, la superstición es pecado mortal. Sin
embargo, muchos de estos pecados son veniales por carecer de plena
deliberación, especialmente en los casos de arraigadas supersticiones
populares: números de mala suerte y días afortunados, tocar madera y cosas por
el estilo. Pero si se hace con plena deliberación y deseo, acudir a esos
adivinos, curanderos o espiritistas, el pecado es mortal. Aun cuando no se crea
en ellos, es pecado consultarlos profesionalmente. Incluso si lo que nos mueve
es sólo la curiosidad, es ilícito, porque damos mal ejemplo y cooperamos al
pecado ajeno. Decir la buenaventura echando las cartas o leer la palma de la
mano en una fiesta, cuando todo el mundo sabe que es juego para divertirse que
nadie toma en serio, no es pecado. Pero una cosa bien distinta es consultar en
serio a adivinos profesionales.
Sobre este tema, la aparición de acontecimientos
por encima de lo ordinario no puede ser debida sino al demonio. De ahí que la
gravedad de la superstición se mide por la mayor o menor intervención del
temible enemigo del hombre. Cuando hay invocación explícita del demonio, el
pecado es gravísimo. Si es implícita -por ejemplo, el que inconscientemente
lo relaciona con fuerzas ocultas- el pecado también es mortal.
De algún modo puede haber invocación implícita al
demonio en las películas, obras teatrales, etcétera, que imprudentemente hacen
aparecer intervenciones satánicas, para infundir terror, manifestar prodigios…
a nuestro "hombre adulto" cada vez más deseoso de descargas de
adrenalina. Hay invocación explícita -confirmada y aceptada por los mismos
autores- en la letra de las canciones de ciertos grupos musicales modernos. En
ambos casos -visuales o auditivos- existe la obligación grave de no formar
parte como espectador o como escucha.
Fuente: Catholic.net
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