Se cuenta que el emperador romano Alejandro Severo, pagano,
pero naturalmente honesto, tuvo un día entre sus manos un pergamino en donde se
hallaba escrito el Padrenuestro. Lo leyó lleno de curiosidad y tanto le gustó
que ordenó a los orfebres de su corte fundir una estatua de Jesucristo, de oro
purísimo, para colocarla en su propio oratorio doméstico, entre las demás
estatuas de sus dioses, ordenando pregonar en la vía pública las palabras de
aquella oración. Una oración tan bella sólo podía venir del mismo Dios.
Se han escrito muchísimos comentarios sobre el
Padrenuestro, y creo que nunca terminaríamos de agotar su contenido. No en vano
fue la oración que Jesucristo mismo nos enseñó y que, con toda razón, se ha
llamado la “oración del Señor”. Es la plegaria de los cristianos por
antonomasia y la que, desde nuestra más tierna infancia, aprendemos a recitar
de memoria, de los labios de nuestra propia madre.
En una iglesia de Palencia, España, se escribió hace unos años esta exigente admonición:
No digas "Padre", si cada día no te portas como
hijo.
No digas "nuestro", si vives aislado en tu
egoísmo.
No digas "que estás en los cielos", si sólo
piensas en cosas terrenas.
No digas "santificado sea tu nombre", si no lo
honras.
No digas "venga a nosotros tu Reino", si lo confundes
con el éxito material.
No digas "hágase tu voluntad", si no la aceptas
cuando es dolorosa.
No digas "el pan nuestro dánosle hoy", si no te
preocupas por la gente con hambre.
No digas "perdona nuestras ofensas", si guardas
rencor a tu hermano.
No digas "no nos dejes caer en la tentación", si
tienes intención de seguir pecando.
No digas "líbranos del mal", si no tomas partido
contra el mal.
No digas "amén", si no has tomado en serio las
palabras de esta oración.
La parábola del amigo inoportuno, tan breve como tan bella, nos revela la necesidad de orar con insistencia y perseverancia a nuestro Padre Dios. Es sumamente elocuente: “Yo os digo que si aquel hombre no se levanta de la cama y le da los panes por ser su amigo –nos dice Jesús— os aseguro que, al menos por su inoportunidad, se levantará y le dará cuanto necesite”. Son impresionantes estas consideraciones. Nuestro Señor nos hacen entender que, si nosotros atendemos las peticiones de los demás al menos para que nos dejen en paz, sin tener en cuenta las exigencias de la amistad hacia nuestros amigos, ¡con cuánta mayor razón escuchará Dios nuestras plegarias, siendo Él nuestro Padre amantísimo e infinitamente bueno y cariñoso!
Por eso, Cristo nos dice: “Pedid y se os dará; buscad y
hallaréis; llamad y se os abrirá”. Si oramos con fe y confianza a Dios nuestro
Señor, tenemos la plena seguridad de que Él escuchará nuestras súplicas. Y si
muchas veces no obtenemos lo que pedimos en la oración es porque no oramos con
la suficiente fe, no somos perseverantes en la plegaria o no pedimos como
debemos; es decir, que se cumpla, por encima de todo, la voluntad santísima de
Dios en nuestra vida. Orar no es exigir a Dios nuestros propios gustos o
caprichos, sino que se haga su voluntad y que sepamos acogerla con amor y generosidad.
Y, aun cuando no siempre nos conceda exactamente lo que le pedimos, Él siempre
nos dará lo que más nos conviene.
Es obvio que una mamá no dará un cuchillo o una pistola a
su niñito de cinco años, aunque llore y patalee, porque ella sabe que eso no le
conviene.
¿No será que también nosotros a veces le pedimos a Dios
algo que nos puede llevar a nuestra ruina espiritual? Y Él, que es
infinitamente sabio y misericordioso, sabe muchísimo mejor que nosotros lo que
es más provechoso para nuestra salvación eterna y la de nuestros seres
queridos. Pero estemos seguros de que Dios siempre obra milagros cuando le
pedimos con total fe, confianza filial, perseverancia y pureza de intención.
¡La oración es omnipotente!
Y, para demostrarnos lo que nos acaba de enseñar, añade: “¿Qué padre entre vosotros, si el hijo le pide un pan, le dará una piedra? ¿O, si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O, si le pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”
Y, para demostrarnos lo que nos acaba de enseñar, añade: “¿Qué padre entre vosotros, si el hijo le pide un pan, le dará una piedra? ¿O, si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O, si le pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”
Efectivamente, con un Dios tan bueno y que, además, es
todopoderoso, ¡no hay nada imposible!
Termino con esta breve historia. En una ocasión, un niño
muy pequeño hacía grandes esfuerzos por levantar un objeto muy pesado. Su papá,
al ver la lucha tan desigual que sostenía su hijito, le preguntó:
- "¿Estás usando todas tus fuerzas?"
- "¡Claro que sí!" -contestó malhumorado el
pequeño.
- "No es cierto –le respondió su padre— no me has
pedido que te ayude".
Pidamos ayuda a nuestro Padre Dios…. ¡¡y todo será
infinitamente más sencillo en nuestra vida!!
Fuente: Catholic.net
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