Por tu sí, por tu fidelidad, por tu
amor materno.
Tras la Anunciación, María se pone
en camino para encontrarse con su prima Isabel. Isabel le da la bienvenida, y
María entona su canto de alabanza a Dios, el Magnificat.
Con sencillez, la Virgen reconoce
que "desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque
ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre" (Lc 1,48
49).
A lo largo de los siglos, los
católicos han alabado a Dios por las maravillas que realizó en Su Madre, y han
dado gracias a María por su fe y su completa donación a Dios.
Sí, le damos gracias a la Virgen
porque, como decía San Bernardo de Claraval, de su respuesta en el momento de
la Anunciación dependía la salvación de todo el género humano:
"Mira: el Rey y Señor del
universo desea tu belleza, desea no con menos ardor tu respuesta. Ha querido
suspender a tu respuesta la salvación del mundo" (San Bernardo, Homilía 4
sobre Missus est, n. 8-9).
Pocos años antes, San Anselmo de Aosta había destacado cómo toda la
redención dependía, en cierto modo, de la Virgen María:
"Dios es, pues, el Padre de las cosas creadas; y María es la madre
de las cosas recreadas. Dios es el Padre a quien se debe la constitución del
mundo; y María es la madre a quien se debe su restauración. Pues Dios engendró
a aquel por quien todo fue hecho; y María dio a luz a aquel por quien todo fue
salvado (...).
¡Verdaderamente el Señor está contigo, puesto que ha hecho que toda
criatura te debiera tanto como a Él!" (San Anselmo, Sermón 52).
Sí, le debemos a María mucho, tanto como lo que le debemos, como
creaturas redimidas, a Dios... He aquí por qué damos gracias a María.
Por tu sí, por tu fidelidad, por tu amor materno, por cuidar tantos años
a tu Hijo, por acompañarlo al pie del Calvario, por seguir a nuestro lado en la
larga historia de la Iglesia, te damos gracias de corazón, Virgen María, Madre
de Jesús y Madre nuestra.
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