Todo hombre tiene una vocación
concreta. Lo que Dios pide a toda alma, eso es su vocación y la manera
específica en que la Providencia quiere que cada persona obre y se desarrolle. Todo hombre tiene una vocación especial
porque Dios lo quiere y lo ama de un modo particular. No hay dos criaturas
totalmente idénticas, porque la voluntad de Dios es distinta para cada
criatura, y toda criatura que ha salido desde la nada se ha asomado al tiempo
es irrepetible.
El padre Faber
dedica una de sus conferencias espirituales a este tema: Todos los hombres tienen una vocación particular
concreta especial (Spiritual Conferences, Burn &
Oates, Londres 1906, pp. 375-396). Toda persona tiene una vocación
concreta, distinta a la de cualquier otra, porque Dios ama a cada uno con
un amor personalizado.
¿En qué consiste
ese amor especial de Dios para mí? Ante todo, Dios me ha creado infundiendo a
mi cuerpo y mi alma las características y las cualidades que han sido de su
agrado. Y no sólo me ha creado, sino que me mantiene vivo, me suministra el ser
por el que existo. Si por un solo instante Dios dejase de infundirme el ser, me
diluiría en la nada de la que me sacó. Y una vez que nos ha creado, Dios no nos
deja a la merced del azar.
Todos los cabellos de
nuestra cabeza están contados (Mt. 10, 30), y ni uno solo cae sin que lo
permita el Señor (Lc. 21, 18). Si hasta el número y la caída de mis cabellos
está calculado, ¿qué no estará también calculado en nuestra vida?
En una palabra:
Dios formuló las leyes de mi desarrollo físico, moral e intelectual y las de mi
desarrollo sobrenatural. Cómo lo hizo? Por medio de unos instrumentos.
¿Qué instrumentos? Las criaturas con las que me encuentro en mi vida. En su
célebre (Cristianesimo vissuto, Edizioni Fiducia, Roma
2017) el cartujo Pollien nos invita a calcular el número de las criaturas que
han contribuido a nuestra existencia.
Influencias físicas
como el tiempo, las estaciones del año, el clima, el influjo moral de nuestros
padres y maestros, de los amigos y enemigos que hayamos tenido, cada
libro que hayamos leído, las palabras que hayamos oído, lo que hayamos visto,
las situaciones en que nos hayamos encontrado… nada de ello es fruto de
la casualidad, porque la casualidad no existe; todo tiene una razón de ser.
Esas influencias y
acciones son obra de Dios que actúa en nosotros. Todas esas criaturas,
explica el P. Pollien, las pone Él en movimiento en acción y no tienen
otro efecto en nosotros sino el que Dios quiere que tengan. Todo sucede
en el momento determinado, actúa en el punto exacto, produce el movimiento
necesario para ejercer una influencia física, moral e intelectual en nosotros.
Esa influencia es
la gracia actual. La gracia actual es la acción sobrenatural que ejerce Dios
sobre nosotros en todo momento a través de las criaturas. Las criaturas son
instrumentos que transmiten la gracia. Son los medios de que se vale Dios para
un único fin: formar santos. Todo cuanto sucede, cuanto se hace, dice San
Pablo, contribuye sin excepción a una misma obra, y esa obra es el bien de
aquellos a los que la voluntad de Dios llama a la santidad (Rom. 8, 28).
¿Cómo debemos
corresponder a ese obrar ininterrumpido de la gracia en nuestra alma? A un
religioso muy allegado a San Juan Bosco le preguntaron si en medio de sus
innumerables obras, de su a veces agitada vida, Don Bosco estaba alguna
vez preocupado. El religioso repuso: «Don Bosco nunca ha pensado en
lo que estaba a punto de hacer un minuto después». San Juan Bosco, que
comprendía la acción de la gracia, siempre trató de hacer la voluntad de Dios
en el momento presente. Y por ese camino realizó su vocación.
Junto a la estación
central de Roma se alza la basílica del Sagrado Corazón, levantada por Don
Bosco a costa de enormes sacrificios poco antes de morir. La basílica fue
solemnemente consagrada por el cardenal vicario el 14 de mayo de 1887 con la
presencia de numerosas autoridades civiles y religiosas.
El 16 de mayo
siguiente, el propio Don Bosco celebró la Misa en el altar de María
Auxiliadora; fue su única celebración en la iglesia del Sagrado Corazón y, como
recuerda una lápida que se descubrió con motivo del centenario de la
consagración, la Misa fue interrumpida en quince ocasiones por los
sollozos del anciano sacerdote, que entendió el significado de su célebre sueño
de los nueve años. En aquel momento Dios le reveló que, desde la infancia, toda
su larga vida terrenal había sido preparada y dirigida por Dios para cumplir su
misión en este mundo.
Cada alma tiene su
vocación, porque tiene una función particular que cumplir en el Cuerpo de la
Iglesia. Quien tiene vocación religiosa no la tiene para sí, sino para la
Iglesia.
Hay vocaciones de
solteros; hay vocaciones de familia, y no sólo las naturales, sino también
familias sobrenaturales, con sus diversos carismas; y hay también vocaciones
para pueblos, de las que tanto habló Plinio Correa de Oliveira. Toda nación
tiene una vocación específica, que es la misión que le asigna la Providencia en
la historia. Pero no solamente nacemos en una familia y un pueblo.
Vivimos también en
una época histórica determinada. Y dado que la historia es también criatura de
Dios, Dios pide algo diferente a cada época de la historia. Cada época
histórica tiene su vocación. La vocación predominante en los primeros siglos de
la Iglesia fue la disponibilidad para el martirio. ¿Tiene también el siglo XXI
su vocación particular, dentro de la cual podemos descubrir nuestra vocación
personal?
La vocación de
nuestra época es corresponder al deseo del Cielo que la propia Virgen nos manifestó
en Fátima: «Al final, mi corazón inmaculado triunfará». Es la vocación de
quien, ya sea al interior de un claustro, en la calle, con la oración, por
medio de escritos, o de la palabra hablada, con sus acciones combate por el
cumplimiento de esa promesa.
El triunfo del
Corazón Inmaculado de María será también el triunfo de la Iglesia, porque el
Corazón Inmaculado de María es el corazón mismo de la Iglesia. El triunfo
presupone una batalla que lo precede. Y como será un triunfo social, público y
solemne, la batalla también será social, pública y solemne. Ser santos hoy
significa librar esa batalla, la cual se combate ante todo empuñando la espada
de la verdad. Únicamente sobre la verdad se puede construir la vida del hombre
y de los pueblos, y sin la verdad, una sociedad se descompone y muere.
Hoy en día es
preciso reconstruir la sociedad cristiana. Y para reconstruirla, la primera
necesidad que se impone es profesar y vivir la verdad con espíritu
combativo. Cuando, con la ayuda de la gracia, el cristiano conforma su
vida a los principios del Evangelio y combate en defensa de la verdad, no hay
obstáculo que lo detenga.
En su discurso del
21 de enero de 1945 ante las congregaciones marianas de Roma, Pío XII afirmó:
«El tiempo presente exige católicos sin miedo para quienes sea perfectamente
natural confesar su fe sin reparos, de palabra y de obra, cada vez que lo
requieran la ley de Dios y el sentimiento del honor cristiano. ¡Hombres de
verdad, hombres íntegros, firmes e intrépidos! A quienes no lo son sino a medias,
el mundo los desecha, rechaza y pisotea.»
«Dios y la Iglesia
–escribió el P. Pollien—piden defensores, pero verdaderos defensores., de los
que nunca dan un paso atrás. De los que saben ser fieles hasta la muerte a las
órdenes recibidas. De los que se habitúan a las disciplinas más severas a fin
de estar dispuestos a realizar todos los actos heroicos que les exija el
combate.»
Los jóvenes del
siglo XXI no pueden hacer caso de las seducciones para transigir con el mundo,
sino que piden a la Iglesia que los exhorte al heroísmo. En la construcción de
las catedrales medievales participaban arquitectos, albañiles, herreros,
carpinteros, obispos, príncipes, personajes ilustres y desconocidos, aunados en
un mismo deseo de glorificar a Dios con las piedras que se elevaban al Cielo.
Nosotros también
participamos en una gran obra. A cada uno se nos ha llamado a construir sobre
las ruinas del mundo moderno una inmensa catedral dedicada al Corazón
Inmaculado de María, que no es otra cosa que su reinado en las almas y en
nuestra sociedad. Nuestros corazones son las piedras y nuestra voz anuncia al
mundo un sueño que se ha de cumplir.
Por: Roberto de Mattei - Adelante la fe