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Vocación matrimonial

Si va madurando el amor, se concretará en una unión, en la cual se entrega la vida y se recibe el amor

La palabra Vocación, etimológicamente viene del latín “vocare”, que quiere decir llamada. Es el llamamiento de una persona por otra y su deber de responderle.

Dios nos llama a todos, nos crea a todos por Amor y a todos nos llama al Amor.

El matrimonio es una institución creada por Dios desde el principio. El Génesis nos dice en forma alegórica y simbólica que el hombre estaba solo en el paraíso y hasta que Dios le presentó a la mujer; el hombre emocionado dice “este sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne“, es decir hasta que se encontró con la mujer, el paraíso fue realmente paraíso. El mismo Génesis nos dice “y por eso el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer y los dos llegan a ser una sola carne".

Decíamos que todos por naturaleza tenemos vocación al Amor de Dios, por lo que cuando se ama, es cuándo más se es verdaderamente uno mismo.

Ese encuentro, ese descubrimiento del otro, ya sea el encuentro con Dios o con otra persona, es el enamoramiento que nos cambia la vida. Pero ese enamoramiento, debe madurar, debe convertirse en amor verdadero y para ello existe el noviazgo, como también para ello existe la preparación en noviciados y seminarios para la vida religiosa al servicio de Dios y de la Iglesia.

Si va madurando el amor, se concretará en una unión, en la cual se entrega la vida y se recibe el amor y la vida de nuestro complemento, que nos forma como personas completas.

Esta unión tanto en la vida religiosa, como en el matrimonio, no puede ni debe ser privada, es un compromiso de vida para siempre. Es exclusivo, fiel e indisoluble y con el Sacramento del Matrimonio, estamos comprometiéndonos con nuestra entrega mutua y con la gracia de Dios y diciendo en forma pública a todos, que esa es nuestra decisión, libre y comprometida. Que a partir de ese momento nos presentamos como mi esposa y como mi esposo, ya no como novios y menos como se acostumbra ahora en los seudo-matrimonios, como mi pareja o como mi compañero o compañera, que no es de ninguna manera lo mismo.

El matrimonio fue comparado en el Antiguo Testamento con la unión de Dios y su pueblo y con Jesucristo es el signo, el misterio de la unión de Jesús con la Iglesia y ya es verdadero Sacramento.

Esto último nos lo expresó bellamente su Santidad Benedicto XVI, al rezar el Angelus al finalizar la XXIII Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), en Sidney, Australia, refieriéndose a la Anunciación nos dijo: “En el Antiguo Testamento, Dios se reveló de modo parcial y gradual, como hacemos todos en nuestras relaciones personales. Se necesitó tiempo para que el pueblo elegido profundizase en su relación con Dios. La Alianza con Israel fue como un tiempo de hacer la corte, un largo noviazgo. Luego llegó el momento definitivo, el momento del matrimonio, la realización de una nueva y eterna alianza. En ese momento María, ante el Señor, representaba a toda la humanidad. En el mensaje del ángel, era Dios el que brindaba una propuesta de matrimonio con la humanidad. Y en nombre nuestro, María dijo sí.” (Benedicto XVI , 20 de julio 2008)

El matrimonio fue bendecido por Jesucristo con su presencia en las bodas de Caná, no como un simple invitado, sino que vino a extender la fiesta, a extender la felicidad, que en esos momentos terminaba con el vino que se agotaba. Todo ello como un símbolo de que Él estará siempre pendiente, de que si nosotros se lo pedimos, ya sea directamente o por la interseción de su madre la Santísima Virgen María como en Caná, intervendrá para que la unión, el amor y la felicidad no se agoten y es la responsabilidad de los esposos, renovar y reafirmar su matrimonio en forma contínua para dar frescura y fuerza a la comunidad de vida y de Amor que han formado.

La verdadera vocación al matrimonio, como decíamos, incluye la exclusividad, fidelidad y la indisolubilidad. El matrimonio no es una institución provisional, no es para probar, como se acostumbra en la actualidad. Por ello requiere del convencimiento y de la madurez de los contrayentes; que entiendan que es para toda la vida, que desde el día de su boda son otras personas diferentes. Que a partir de ese momento, la prioridad de su vida cambia radicalmente. La prioridad ya no es cada persona y ni siquiera son los esposos. Ahora es la unión matrimonial y la familia que se está formando.

Vocación paternal

Además de la vocación matrimonial, debemos hablar de la vocación a ser padres, que aunque debería estar incluída, no siempre es así.

En el Génesis también leemos el mandato de Dios; “creced y multiplicaos”

El matrimonio tiene dos fines: el unitivo del que ya hemos hablado y el procreativo, que encierra ese mandato.

El ser padres es un don maravilloso que nos da Dios de ser co-partícipes con Él de la creación y formación de nuestros hijos. Pero no debe limitarse a la función biológica, sino a ser padres tanto física como espiritualmente.

La vocación de padres como las demás vocaciones, requiere de la madurez, del convencimiento de que como resultado del amor entre los esposos, deseamos unos hijos que sean parte de ese amor y que estamos dispuestos a recibirlos con amor y con responsabilidad, ya que serán seres humanos, que por un don gratuito de Dios nos son entregados para darles nuestro amor y proporcionarles su educación, manutención, cuidado, formación y evangelización hasta que se conviertan en seres maduros.

Como decíamos, somos seres creados por y para el Amor de Dios y como nos dijo Jesús: “Como el padre me amó, yo también los he amado, permaneced en mi Amo.... amense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15 9-12)

Debemos tratar sinceramente de escuchar los llamados de Dios y seguir el camino que Él nos tiene reservado, entender cómo y para que fuimos pensados y creados por Dios, pero siempre con amor. En primer lugar el amor a Dios y después: el amor y la entrega como servicio y tiempo exclusivos a su Iglesia en el sacerdocio y la vida consagrada y en el matrimonio con amor y entrega a nuestra esposa o esposo y a nuestros hijos.

Por: Luis J. Gutiérrez Montes de Oca | Fuente: Catholic.net 

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