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¿Qué ha pasado con el pecado?

 
En las revelaciones de Fátima de 1917, hay un marcado acento respecto de la pecaminosidad del mundo. Nuestra Señora de Fátima llamó al mundo a recobrar la conciencia de su propia pecaminosidad. Treinta años más tarde ya el Papa Pío XII[1] declararía que el fenómeno más alarmante de su tiempo era que el mundo había perdido el sentido de pecado.

«La pérdida del sentido del pecado es, por lo tanto, una forma o fruto de la negación de Dios: no sólo de la atea, sino además de la secularista. Pecar no es solamente negar a Dios; pecar es también vivir como si Él no existiera, es borrarlo de la propia existencia diaria».[2]

El tercer obispo de Fátima Monseñor Alberto Cosme do Amaral en un discurso pronunciado el 10 de diciembre de 1975, dijo:

«Teniendo en cuenta el mensaje de Fátima, el pecado no es un fenómeno de orden sociológico, sino que es, según el verdadero concepto teológico, una ofensa contra Dios con las evidentes consecuencias sociales. Quizás la vida no ha sido nun0ca más pecaminosa que en el siglo XX, pero hay algo nuevo que se añade a los pecados de este siglo: el hombre actual, más pecador que sus antepasados, ha perdido el concepto de pecado. Peca, se ríe y hasta se vanagloria del pecado cometido… el hombre hoy en día ha llegado a este estado porque ha colocado una división entre él y Dios… creyendo que cuando se ignora a Dios, todo es posible».[3]

En Viena el 10 de septiembre de 1984, afirmaba el mismo prelado que el Tercer Secreto se refiere sobre todo a la Fe Católica, a la apostasía de las naciones. La apostasía tiene lugar, por supuesto, con la pérdida de la fe:

«Su contenido… sólo concierne a nuestra fe. Identificar el Secreto con anuncios catastróficos o con un holocausto nuclear es deformar el significado del Mensaje. La pérdida de la fe de un continente es peor que la aniquilación de una nación».[4]

I. ¿Qué ha pasado con el pecado?

El Dr. Karl Menninger renombrado psiquiatra, en 1973 publicó el famoso libro ¿Qué ha pasado con el pecado?, en el que escribió:

Los seres humanos han llegado a ser más numerosos, pero escasamente morales. Ellos están ocupados, viniendo y yendo, obteniendo y perdiendo, peleando y defendiendo, creando y destruyendo… Ellos ahora se comunican con otros en mil maneras, rápido y lento; se transportan rápidamente sobre la tierra, el mar, y a través del aire… Ésta ha llegado a ser la época de la tecnología, incontrolable y triunfante. Nos jactamos de nuestros inventos, innovaciones, y dispositivos… Y mientras obtenemos y acumulamos, nos jactamos y desafiamos… De repente, despertamos de nuestros sueños placenteros con una comprensión espantosa de que algo estaba equivocado

En todos los lamentos y reproches hechos por nuestros videntes y profetas, uno echa de menos la palabra “pecado”, una palabra que solía ser un lema verdadero de los profetas. Esta fue una palabra una vez en la mente de todos, pero ahora raramente escuchada. ¿Significa esto que ningún pecado está implicado en nuestros problemas?… ¿No es alguno nunca más culpable de algo?… Todos nosotros admitimos la ansiedad y la depresión, e incluso los sentimientos vagos de culpa; pero ¿no ha cometido nadie algún pecado? En efecto, ¿dónde se fue el pecado? ¿Qué le pasó?

El escrito del Dr. Menninger consecuentemente no sólo fue proverbial sino profético.
«¿No vive el hombre contemporáneo bajo la amenaza de un eclipse de la conciencia, de una deformación de la conciencia, de un entorpecimiento o de una “anestesia” de la conciencia?» Se preguntaba también el papa Wojtyla.[5]

Benedicto XVI expresó que la pérdida del sentido del pecado tiene en su origen la pérdida del sentido de Dios.

«Donde se excluye a Dios de la vida pública, el sentido de la ofensa contra Dios –el auténtico sentido del pecado– desaparece, y cuando se relativiza el valor absoluto de las normas morales se desvanecen las categorías del bien y del mal, junto con la responsabilidad individual».[6]

¿Saben lo que le ha pasado el pecado?, que ha fijado su residencia en nuestros corazones y la mayoría de la gente ni lo sabe. No da mucho trabajo bloquear el sol, una moneda pequeña puesta sobre cada uno de los ojos, y ya está. Así también el pecado ignorado bloquea a Cristo de nuestras vidas y endurece nuestros corazones.

Y, no solamente es la pérdida del sentido de Dios, y consecuentemente del pecado, sino que lo más lamentable es, que hoy se justifica el mal como bien y viceversa.

II. ¡Qué difícil resulta hoy hacer una buena confesión!

Se ha llegado a ensalzar tanto los «derechos humanos»[7], su autonomía y su personalidad, endiosando a la persona humana, en una «religión del hombre», el humanismo ateo, que busca dejar en la penumbra la trascendencia de Dios, sus derechos y sus sanciones.

«Cristianismo horizontal» que se olvida de Dios, centrado exclusivamente en «el prójimo», que coloca al hombre y no a Dios como centro de la religión. Dios se encuentra solamente en la faz, las funciones, las fortunas y el futuro del hombre. La primacía del hombre se identifica con la primacía de Dios.[8]

El hombre moderno auto-indulgente, rehúsa acercarse al Sacramento de la Penitencia, busca recibir el perdón de los pecados de una manera barata, sin el sacrificio de humillarse delante del sacerdote. Inflado de autosuficiencia, ya no es capaz de postrarse delante de Dios en un acto de adoración, y tanto menos, postrarse delante de un hombre, para obtener por su ministerio el perdón de sus pecados.

Lo que es real en la vida, hay que legalizarlo: aborto, prostitución, drogas, homosexualismo, etc., luego lo que es legal es bueno.

Así, muchos han abandonado la confesión como ecos impersonales de la anti-Iglesia: «yo me confieso directamente con Dios».
El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo a causa de un apego perverso a ciertos bienes. El pecado es una palabra, un acto o un deseo contarios a la Ley eterna, ya que se levanta contra el amor que Dios nos tiene. El pecado nos aparta de Dios, nuestro Padre amoroso y misericordioso. El pecado es «amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios».

Los pecados actúan en el alma de una manera oprimente, agobian a quien los carga. La tristeza del mundo actual es debida al pecado. Solamente evitándose el pecado personal, por la confesión de los pecados se derribarán las «estructuras de pecado».
Jesús que ha vencido al pecado nos llama a la conversión –una derrota del poder del Maligno. El cristiano debe luchar contra el pecado convencido de que es un absurdo estar con Jesús y al mismo tiempo apegado al pecado. El Sacramento de la Penitencia, es una obra de la Divina Misericordia. Debemos por lo tanto acercarnos al confesionario con gozo, y no –como quisiera el Demonio– con miedo.

Es que se desconoce el efecto maravilloso y complejo de una buena confesión y los prodigios que obra en toda alma que se prepara dignamente para recibir uno de los sacramentos que es puro milagro. Como en el Calvario, con los dos malhechores, lo que para uno puede ser una ocasión de humildad y purificación, puede convertir el otro en maldición.

Es consolador este breve diálogo entre San Francisco de Sales y un amigo suyo que le endilga esta pregunta:
– ¿Qué diríais de mí si os confesara un crimen monstruoso que hubiera cometido?
– Diría que sois un santo, porque solamente los santos saben arrepentirse y confesarse con toda sinceridad y humildad.

Ésa es la razón, por la que una confesión bien hecha, borra los mayores crímenes y deja el alma arrepentida con toda la luminosidad de un ángel o un santo.
Cuando queremos resolver las cosas a nuestro modo, como lo hicieron nuestros primeros padres, o como el «mal ladrón», nos encontramos con la misma consecuencia: perdemos el paraíso.

III. Misericordia y justicia.

Pero lo más dramático hoy para acceder al sacramento de le penitencia, es que no faltan sacerdotes y hasta obispos, que enseñan que basta «la confesión a solas con Dios» o acuden a la absolución colectiva. También la dificultad de parte de los fieles de encontrar sacerdotes que les administren el Sacramento del Perdón los empuja al abandono de esta práctica sacramental, y si los encuentran, a ese síndrome del confesionario vacío se suma otro drama que estriba en confesiones realizadas ante sacerdotes que condonan todos los pecados y hasta los justifican haciendo del sacramento algo trivial y sin consecuencias santificantes ni santificadoras.

La Iglesia, los sacramentos, la confesión en último caso, no están para hacernos sentir bien, amados sí, pero no bien.

El Papa Pío XII, en la Encíclica «Mystici corporis» afirma que la confesión frecuente «aumenta el recto conocimiento de uno mismo, crece la humildad cristiana, se desarraiga la maldad de las costumbres, se pone un dique a la pereza y negligencia espiritual, y se aumenta la gracia por la misma fuerza del sacramento».
La confesión es una resistencia a Satanás y al pecado. Unos se acercan al confesionario sin ningún examen. ¿Qué buena confesión puede resultar de una persona que ignora culpablemente la situación de su alma? Sólo la verdad y la aceptación de la responsabilidad del pecado personal nos lleva a un verdadero examen de conciencia, y a un verdadero propósito de enmienda.

Los más no verifican un verdadero propósito de enmienda, ya que no piensan en las personas, en los lugares, en los libros y películas que son la causa de sus pecados; no meditan sobre las estratagemas con que les engaña el demonio; no miden los peligros y el lugar en que se hallan. Salen del confesionario sin una preocupación por el futuro, sin planes a realizar para evitar nuevos pecados, sin proyectos concretos para alejarse de aquella persona que es causa de su perdición, o de no acudir a aquel antro que le provoca el pecado, o de no ver tales programas que le son incentivo invencible para el mal.

Por eso no pocos llegan al confesionario sin ningún dolor. Han cometido pecados y los confiesan con la misma frialdad con que contarían los goles que han metido en un partido.

No se trata de un dolor físico, no, que no es necesario, sino de una vergüenza de su conducta, de una pena de haber dado a Dios tantos dolores en la Cruz. Están simplemente leyendo una pista sin compromiso de que se trata de sus propios errores, de sus propias traiciones.

«La persona que no tiene remordimiento de sus pecados se ha reducido a la estupidez animal. Ha perdido el sello del hombre racional».[9]

Si no se admite la responsabilidad del pecado personal, y no hay arrepentimiento, sin comprender lo ocurrido interpretándolo en su verdad,[10] no hay consecuentemente absolución real, y por lo tanto no hay misericordia.

La misericordia es verdadera solamente cuando busca el verdadero bien del prójimo. Este bien consiste, sobre todo, en su salvación eterna. Alentar su permanencia en el vicio y el pecado por una compasión equivocada es ignorar su bien espiritual y evitar su salvación eterna. No puede haber crueldad mayor.


El que se prepara bien, con la verdad completa de sus pecados, y confiesa mejor, se verá libre de los más monstruosos crímenes.

Por: Germán Mazuelo-Leytón/www.adelantelafe.com

[1] PÍO XII. Radiomensaje en la conclusión del Congreso Catequístico de Estados Unidos, en Boston, 26/10/1946. En: Discorsi e Radio messaggi, VIII (1946), 288.
[2] Ibid.
[3] JOHNSTON, FRANCIS, Fátima: The Great Sign.
[4] DE LA SAINTE TRINITÉ, Frère MICHEL, The Whole Truth About Fatima, Volumen III – El Tercer Secreto, Immaculate Heart Publications, Buffalo, Nueva York, 1990, p. 676.
[5] JUAN PABLO II, Reconciliatio et paenitentia, nº 18.
[6] BENEDICTO XVI, Discurso a los obispos de Canadá Occidental, 9-10-2006.
[7] MAZUELO-LEYTÓN, GERMÁN, La religión de los derechos humanos, http://adelantelafe.com/la-religion-de-los-derechos-humanos/
[9] VILARIÑO S.J., P. REMIGIO, El pecado mortal.
[10] JUAN PABLO II, Encíclica Evangelium vitae, nº 99.

María, Reina del Cielo

Sé mi guía, sé mi senda de llegada al Reino. Toca con tu suave mirada mi duro corazón. 

Jesús, elevado en la Cruz, nos regaló una Madre para toda la eternidad. Juan, el Discípulo amado, nos representó a todos nosotros en ese momento y luego se llevó a María con él, para cuidarla por los años que restaron hasta su Asunción al Cielo.

María se transformó así no sólo en tu Madre, sino también en la Madre de nuestra propia madre terrenal, de nuestro padre, hijos, de nuestros hermanos, amigos, enemigos, ¡de todos!

Una Madre perfecta, colocada por Dios en un sitial muchísimo más alto que el de cualquier otro fruto de la Creación. María es la mayor joya colocada en el alhajero de la Santísima Trinidad, la esperanza puesta en nosotros como punto máximo de la Creación. La criatura perfecta que se eleva sobre todas nuestras debilidades y tendencias mundanas. ¡Por eso es nuestra Madre!

La Reina del Cielo es también el punto de unión entre la Divinidad de Dios y nuestra herencia de realeza. Nuestro legado proviene del primer paraíso, cuando como hijos auténticos del Rey Creador poseíamos pleno derecho a reinar sobre el fruto de la creación, la cual nos obedecía. Perdido ese derecho por la culpa original, obtuvimos como Embajadora a una criatura como nosotros, elevada al sitial de ser la Madre del propio Hijo de Dios.

¡Y Dios la hace Reina del Cielo, y de la tierra también!. Allí se esconde el misterio de María como la nueva Arca que nos llevará nuevamente al Palacio, a adorar el Trono del Dios Trino. María es el punto de unión entre Dios y nosotros. Por eso Ella es Embajadora, Abogada, Intercesora, Mediadora. ¿Quién mejor que Ella para comprendernos y pedir por nuestras almas a Su Hijo, el Justo Juez?. María es la prueba del infinito amor de Dios por nosotros: Dios la coloca a Ella para defendernos, sabiendo que de este modo tendremos muchas más oportunidades de salvarnos, contando con la Abogada más amorosa y misericordiosa que pueda jamás haber existido. ¿Somos realmente conscientes del regalo que nos hace Dios al darnos una Madre como Ella, que además es nuestra defensora ante Su Trono?

Si tuvieras que elegir a alguien para que te defienda en una causa difícil, una causa en la que te va la vida. ¿A quién elegirías?

Dios ya ha hecho la elección por ti, y vaya si ha elegido bien: tu propia Madre es Reina y Abogada, Mediadora e Intercesora.

¿Qué le pedirías a Ella, entonces?

Reina del Cielo, sé mi guía, sé mi senda de llegada al Reino. Toca con tu suave mirada mi duro corazón, llena de esperanza mis días de oscuridad y permite que vea en ti el reflejo del fruto de tu vientre, Jesús. No dejes que Tus ojos se aparten de mí, y haz que los míos te busquen siempre a ti, ahora y en la hora de mi muerte.

Por: Oscar Schmidt | Fuente: www.reinadelcielo.org 

Vocación matrimonial

Si va madurando el amor, se concretará en una unión, en la cual se entrega la vida y se recibe el amor

La palabra Vocación, etimológicamente viene del latín “vocare”, que quiere decir llamada. Es el llamamiento de una persona por otra y su deber de responderle.

Dios nos llama a todos, nos crea a todos por Amor y a todos nos llama al Amor.

El matrimonio es una institución creada por Dios desde el principio. El Génesis nos dice en forma alegórica y simbólica que el hombre estaba solo en el paraíso y hasta que Dios le presentó a la mujer; el hombre emocionado dice “este sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne“, es decir hasta que se encontró con la mujer, el paraíso fue realmente paraíso. El mismo Génesis nos dice “y por eso el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer y los dos llegan a ser una sola carne".

Decíamos que todos por naturaleza tenemos vocación al Amor de Dios, por lo que cuando se ama, es cuándo más se es verdaderamente uno mismo.

Ese encuentro, ese descubrimiento del otro, ya sea el encuentro con Dios o con otra persona, es el enamoramiento que nos cambia la vida. Pero ese enamoramiento, debe madurar, debe convertirse en amor verdadero y para ello existe el noviazgo, como también para ello existe la preparación en noviciados y seminarios para la vida religiosa al servicio de Dios y de la Iglesia.

Si va madurando el amor, se concretará en una unión, en la cual se entrega la vida y se recibe el amor y la vida de nuestro complemento, que nos forma como personas completas.

Esta unión tanto en la vida religiosa, como en el matrimonio, no puede ni debe ser privada, es un compromiso de vida para siempre. Es exclusivo, fiel e indisoluble y con el Sacramento del Matrimonio, estamos comprometiéndonos con nuestra entrega mutua y con la gracia de Dios y diciendo en forma pública a todos, que esa es nuestra decisión, libre y comprometida. Que a partir de ese momento nos presentamos como mi esposa y como mi esposo, ya no como novios y menos como se acostumbra ahora en los seudo-matrimonios, como mi pareja o como mi compañero o compañera, que no es de ninguna manera lo mismo.

El matrimonio fue comparado en el Antiguo Testamento con la unión de Dios y su pueblo y con Jesucristo es el signo, el misterio de la unión de Jesús con la Iglesia y ya es verdadero Sacramento.

Esto último nos lo expresó bellamente su Santidad Benedicto XVI, al rezar el Angelus al finalizar la XXIII Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), en Sidney, Australia, refieriéndose a la Anunciación nos dijo: “En el Antiguo Testamento, Dios se reveló de modo parcial y gradual, como hacemos todos en nuestras relaciones personales. Se necesitó tiempo para que el pueblo elegido profundizase en su relación con Dios. La Alianza con Israel fue como un tiempo de hacer la corte, un largo noviazgo. Luego llegó el momento definitivo, el momento del matrimonio, la realización de una nueva y eterna alianza. En ese momento María, ante el Señor, representaba a toda la humanidad. En el mensaje del ángel, era Dios el que brindaba una propuesta de matrimonio con la humanidad. Y en nombre nuestro, María dijo sí.” (Benedicto XVI , 20 de julio 2008)

El matrimonio fue bendecido por Jesucristo con su presencia en las bodas de Caná, no como un simple invitado, sino que vino a extender la fiesta, a extender la felicidad, que en esos momentos terminaba con el vino que se agotaba. Todo ello como un símbolo de que Él estará siempre pendiente, de que si nosotros se lo pedimos, ya sea directamente o por la interseción de su madre la Santísima Virgen María como en Caná, intervendrá para que la unión, el amor y la felicidad no se agoten y es la responsabilidad de los esposos, renovar y reafirmar su matrimonio en forma contínua para dar frescura y fuerza a la comunidad de vida y de Amor que han formado.

La verdadera vocación al matrimonio, como decíamos, incluye la exclusividad, fidelidad y la indisolubilidad. El matrimonio no es una institución provisional, no es para probar, como se acostumbra en la actualidad. Por ello requiere del convencimiento y de la madurez de los contrayentes; que entiendan que es para toda la vida, que desde el día de su boda son otras personas diferentes. Que a partir de ese momento, la prioridad de su vida cambia radicalmente. La prioridad ya no es cada persona y ni siquiera son los esposos. Ahora es la unión matrimonial y la familia que se está formando.

Vocación paternal

Además de la vocación matrimonial, debemos hablar de la vocación a ser padres, que aunque debería estar incluída, no siempre es así.

En el Génesis también leemos el mandato de Dios; “creced y multiplicaos”

El matrimonio tiene dos fines: el unitivo del que ya hemos hablado y el procreativo, que encierra ese mandato.

El ser padres es un don maravilloso que nos da Dios de ser co-partícipes con Él de la creación y formación de nuestros hijos. Pero no debe limitarse a la función biológica, sino a ser padres tanto física como espiritualmente.

La vocación de padres como las demás vocaciones, requiere de la madurez, del convencimiento de que como resultado del amor entre los esposos, deseamos unos hijos que sean parte de ese amor y que estamos dispuestos a recibirlos con amor y con responsabilidad, ya que serán seres humanos, que por un don gratuito de Dios nos son entregados para darles nuestro amor y proporcionarles su educación, manutención, cuidado, formación y evangelización hasta que se conviertan en seres maduros.

Como decíamos, somos seres creados por y para el Amor de Dios y como nos dijo Jesús: “Como el padre me amó, yo también los he amado, permaneced en mi Amo.... amense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15 9-12)

Debemos tratar sinceramente de escuchar los llamados de Dios y seguir el camino que Él nos tiene reservado, entender cómo y para que fuimos pensados y creados por Dios, pero siempre con amor. En primer lugar el amor a Dios y después: el amor y la entrega como servicio y tiempo exclusivos a su Iglesia en el sacerdocio y la vida consagrada y en el matrimonio con amor y entrega a nuestra esposa o esposo y a nuestros hijos.

Por: Luis J. Gutiérrez Montes de Oca | Fuente: Catholic.net 

15 de Agosto: La Asunción de la Bienaventurada siempre Virgen María


Es un dogma de fe que María Santísima fue llevada al cielo en cuerpo y alma.

Explicación de la fiesta

La Asunción es un mensaje de esperanza que nos hace pensar en la dicha de alcanzar el Cielo, la gloria de Dios y en la alegría de tener una madre que ha alcanzado la meta a la que nosotros caminamos.

Este día, recordamos que María es una obra maravillosa de Dios. Concebida sin pecado original, el cuerpo de María estuvo siempre libre de pecado. Era totalmente pura. Su alma nunca se corrompió. Su cuerpo nunca fue manchado por el pecado, fue siempre un templo santo e inmaculado.

También, tenemos presente a Cristo por todas las gracias que derramó sobre su Madre María y cómo ella supo responder a éstas. Ella alcanzó la Gloria de Dios por la vivencia de las virtudes. Se coronó con estas virtudes.

La maternidad divina de María fue el mayor milagro y la fuente de su grandeza, pero Dios no coronó a María por su sola la maternidad, sino por sus virtudes: su caridad, su humildad, su pureza, su paciencia, su mansedumbre, su perfecto homenaje de adoración, amor, alabanza y agradecimiento.

María cumplió perfectamente con la voluntad de Dios en su vida y eso es lo que la llevó a llegar a la gloria de Dios.

En la Tierra todos queremos llegar a Dios y en esto trabajamos todos los días. Esta es nuestra esperanza. María ya ha alcanzado esto. Lo que ella ha alcanzado nos anima a nosotros. Lo que ella posee nos sirve de esperanza.

María tuvo una enorme confianza en Dios y su corazón lo tenía lleno de Dios.

Ella es nuestra Madre del Cielo y está dispuesta a ayudarnos en todo lo que le pidamos.

Un poco de historia 

El Papa Pío XII definió como dogma de fe la Asunción de María al Cielo en cuerpo y alma el 1 de noviembre de 1950.

La fiesta de la Asunción es “la fiesta de María”, la más solemne de las fiestas que la Iglesia celebra en su honor. Este día festejamos todos los misterios de su vida.

Es la celebración de su grandeza, de todos sus privilegios y virtudes, que también se celebran por separado en otras fechas.

Este día tenemos presente a Cristo por todas las gracias que derramó sobre su Madre, María. ¡Qué bien supo Ella corresponder a éstas! Por eso, por su vivencia de las virtudes, Ella alcanzó la gloria de Dios: se coronó por estas virtudes.

María es una obra maravillosa de Dios: mujer sencilla y humilde, concebida sin pecado original y, por tanto, creatura purísima. Su alma nunca se corrompió. Su cuerpo nunca fue manchado por el pecado, fue siempre un templo santo e inmaculado de Dios.

En la Tierra todos queremos llegar a Dios y por este fin trabajamos todos los días, ya que ésa es nuestra esperanza. María ya lo ha alcanzado. Lo que ella ya posee nos anima a nosotros a alcanzarlo también.

María tuvo una enorme confianza en Dios, su corazón lo tenía lleno de Dios. Vivió con una inmensa paz porque vivía en Dios, porque cumplió a la perfección con la voluntad de Dios durante toda su vida. Y esto es lo que la llevó a gozar en la gloria de Dios. Desde su Asunción al Cielo, Ella es nuestra Madre del Cielo.

María, asunta a los Cielos, no se desentiende del destino terreno y eterno de sus hijos e hijas. ¡Todo lo contrario! Ella, desde el Cielo, ejerce activamente su misión maternal. Enaltecida y glorificada al lado de su Hijo, nos acompaña intercediendo por nosotros, alentando nuestra esperanza y confianza en las promesas de su Hijo, invitándonos a vivir con visión de eternidad, cuidándonos, protegiéndonos, educándonos con sus palabras y el ejemplo de su vida entregada al amoroso y servicial cumplimiento del Plan divino. 
Fuente: www.catolicidad.com

Nuestra salvación está en la cruz

 
La Iglesia canta en el viernes santo estas palabras: He aquí el leño de la cruz, del cual pende la salud del mundo. Nuestra salud está en la cruz, en nuestra resistencia a las tentaciones, en nuestra indiferencia por los placeres de este mundo: nuestro verdadero amor a Dios reside en la cruz.

Debemos, pues, resolvemos a llevar con paciencia la cruz con que Jesucristo ha querido cargar nuestros hombros y a morir en ella por amor de Jesucristo, como él murió en la suya por amor nuestro. No hay otro camino para entrar en el cielo que resignarse en las tribulaciones hasta la muerte. Este es el medio de encontrar la tranquilidad aun en los sufrimientos. Pregunto: cuando viene la cruz, ¿qué medio hay para no perder la paz del alma, sino conformarse con la divina voluntad? Si no adoptamos este medio, vayamos donde queramos, hagamos cuanto podamos, no podremos librarnos del peso de la cruz. Por el contrario, si de buen grado la llevamos, ella nos guiará al cielo y nos dará paz en la tierra.

El que rehúsa la cruz ¿qué hace? Aumentar su peso. Más el que la abraza con paciencia aligera la carga, que se convierte en consuelo para él, porque Dios prodiga su gracia a todos los que por agradarle llevan de buen grado la cruz que les ha impuesto. Naturalmente no agrada el padecer; pero cuando el amor divino reina en nuestros corazones nos lo hace agradable.

Si consideramos la bienaventuranza de que gozaremos en el paraíso, si fuésemos fieles al Señor en soportar nuestras penas sin lamentarnos, no nos quejaríamos de él cuando nos envía la cruz. Más exclamaríamos con Job: Sea mi consuelo, que afligiéndome con dolor no me perdone, ni yo me oponga a las palabras del Santo (Job VI, 10). Y si somos pecadores, si nos hemos hecho merecedores del infierno, debemos alegrarnos de vernos castigados por el Señor en esta vida, porque será señal positiva de que Dios quiere librarnos del castigo eterno. ¡Desgraciado del pecador que ha prosperado sobre la tierra! El que sufre grandes reveses, que eche una mirada sobre el infierno que ha merecido, y a su vista todas las penas que sufre, le parecerán ligeras.


Si, pues, hemos pecado, esta oración debernos dirigir a Dios de continuo: Señor no economicéis conmigo dolores, no me privéis de sufrimientos. Pero os ruego al mismo tiempo que me concedáis fuerza para sufrir con resignación, a fin de que no me oponga a vuestra santa voluntad. Me conformo de antemano a todo lo que queráis disponer de mí, y digo con Jesucristo: Así sea, Padre: porque así fue de tu agrado (Mateo XI, 26). Señor, os ha placido hacerlo así, así sea hecho.


Un alma que se siente dominada del autor divino, no busca más qué a Dios: Si diere el hombre toda la sustancia de su casa por el amor, como nada la despreciaría (Cant VIII, 7). El que ama a Dios lo desprecia todo, y renuncia a todo lo que no le ayude a amar a Dios. Por sus buenas obras, por sus penitencias, por sus trabajos, por la gloria del Señor. No debe pedir consuelos y dulzuras de espíritu; le basta saber que agrada a Dios. En suma, atiende siempre y en todas las cosas a negarse a sí mismo, renunciando a todo gusto suyo, y después de esto, de nada se envanece ni se hincha, más llámase siervo, y poniéndose en el último lugar se abandona en manos de la voluntad y de las misericordias divinas.

Si queremos ser santos es preciso cambiar de paladar. Si no llegamos a hacer que lo dulce nos sepa amargo, y lo amargo nos sepa dulce, no lograremos jamás unirnos perfectamente con Dios. Aquí está toda nuestra seguridad y perfección, en sufrir resignados todas las contrariedades que nos acontezcan, grandes o pequeñas; y debemos sufrirlas por aquellos mismos fines, porque el Señor quiere que las suframos; a saber: 1° para expiar las faltas que hemos cometido; 2° para hacernos merecedores de la vida eterna; y 3° para congraciamos con Dios, que es el principal y más noble fin que podemos proponernos en todas nuestras acciones.

Ofrezcamos, pues, a Dios estar siempre resueltos a llevar la cruz que nos destina, y atendamos a sufrir todos los trabajos por su amor, a fin de que cuando nos los envíe estemos dispuestos a abrazarlos, diciendo lo que Jesucristo dijo a San Pedro cuando fue preso en el huerto para ser conducido a la muerte: El cáliz que me ha dado el Padre, ¿no lo tengo de beber? (Juan XVIII, 11). Dios me envía esta cruz para mi bien, ¿Y yo la rehusaré?

Si el peso de la cruz nos parece insoportable, recurramos de seguido a la oración: Dios nos dará las fuerzas necesarias. Acordémonos de lo que dice San Pablo: Todas las tribulaciones de este mundo, por duras que sean, no tienen proporción alguna con la gloria que nos prepara Dios en la vida venidera (Romanos VIII, 18). Avivemos, pues, la fe cuando nos asalte la adversidad. Echemos una mirada sobre Jesucristo muriendo por nosotros en la cruz: pensemos después en el paraíso y en los bienes que Dios prepara a los que sufren por su amor. De esta manera no nos quejaremos, más le daremos las gracias por habérnoslos mandado, y le rogaremos que los aumente. ¡Oh! ¡Cuánto se alegran los santos en el cielo, no por los placeres ni lo honores que han gozado en la tierra, sino por haber sufrido por Jesucristo! Todo lo que acaba vale poco; sólo es grande lo que es eterno y no pasa nunca.

¡Cuánto me consuelan, Señor, estas palabras! Volveos a mí y yo me volveré a vosotros. (Zaoh I, 8). Yo os he abandonado por amar a vuestras criaturas y por seguir mis inclinaciones miserables: todo lo abandono y me convierto a vos; estoy cierto de que no me rechazaréis si quiero amaros, habiéndome dicho que me tenderéis los brazos: y yo me volveré a vosotros. Recibidme, pues, en vuestra gracia y hacedme sentir cuán precioso sea vuestro amor, y cuánto me habéis amado, a fin de que nunca más me aparte de vos. Jesús mío, perdonadme: mi muy amado Salvador, perdonadme: ¡mi único amor, perdonadme todos los disgustos que os he dado! ¡Dadme vuestro amor y después haced de mi lo que queráis! Castigadme cuanto queráis, privadme de todo pero no me priváis de vos. Venga todo el mundo a ofrecerme todos sus bienes: yo protesto que sólo os quiero a vos, padre mío. Virgen María, recomendadme a vuestro divino Hijo. Él os concede cuanto le pedís, en vos deposito toda mi confianza.


San Alfonso María de Ligorio/ www.adelantelafe.com

San Juan María Vianney

Juan María Vianney, el santo cura de Ars, patrono de los sacerdotes, modelo de sacerdotes y fieles, intercesor eficaz de ambos.

San Juan María Vianney, más conocido como el Cura de Ars, pequeño pueblito de Francia donde fue destinado como sacerdote, es el patrono de todos los presbíteros de la Iglesia Católica.

De familia modesta, nacido en Francia en 1786, tuvo que luchar contra la resistencia de su padre para seguir el camino sacerdotal, ya que deseaba que su hijo siga el oficio de cuidar las ovejas del rebaño que tenía, aunque Dios lo tenía destinado para cuidar otro tipo de rebaño.

Pocas esperanzas se tenían de él debido a su escasa lucidez intelectual, que tantos problemas le daba con el latín, por el que casi deja los estudios, ya que las clases superiores se dictaban en ese idioma, y no llegaba a entender ni las mínimas preguntas que se le hacían.

Un sacerdote al que acudieron para su formación tomó el encargo de prepararlo en el idioma universal de la Iglesia para que pudiera continuar, y superado ese escollo, se encontró con los problemas de la filosofía.

El padre Balley, que lo preparaba, toma entonces al candidato y lo prepara en la filosofía y la teología.

Aunque con notas bastante bajas, el Obispo consulta por su comportamiento, y enterado de que, a pesar de sus escasas luces intelectuales, es una buena persona, de excelente conducta moral, y que sabe resolver con sabiduría los problemas de conciencia, decide ordenarlo, confiando en que “Dios hará el resto”.

En 1818 llega a un pueblito perdido de Francia, Ars, con escasos 200 habitantes y pocos practicantes de la religión católica, más famoso por sus bares y cabarets, por la vida licenciosa de sus habitantes y la falta de piedad y amor a Dios.

El cura se arrodilla y pide a Dios que lo ilumine en su misión. Reza y hace penitencia por su pueblo. Un solo hombre acude a la Misa. Al final de su ministerio en la comunidad, uno solo no acudirá.

Varias veces fue tentado a abandonar su ministerio presbiteral y refugiarse en algún monasterio contemplativo, y hasta había emprendido la huída algunas veces, pero su capacidad de pedir a Jesús que se “haga Su Voluntad” en él, hizo que desistiera en todas las ocasiones.


El demonio lo tentó y azotó muchas veces, pero el santo cura permanecía inalterable en su puesto, a pesar que solía azotarlo, moverle la cama por las noches y hasta incendiarle el dormitorio.

Las predicaciones las preparaba por la noche y ante el Santísimo Sacramento en el Sagrario. 
Las escribía y las recitaba muchas veces para aprenderlas de memoria.

Pero luego desde el púlpito se olvidaba de todo ello, y las palabras salían claras y los pensamientos sonoros, y la gente se volcaba a la conversión y el seguimiento de Jesucristo, haciendo honor a la Palabra de Jesús en los Evangelios de “no preocuparse por lo que se vaya, ya que el Espíritu Santo pondrá sus palabras en nuestras bocas”.

Pronto los bares y centros de diversión comenzaron a perder adeptos, y la Iglesia antes desierta se abarrotaba de gente para escucharlo y para oír sus sabios consejos en el confesionario.

Ars se convirtió en un centro de peregrinación religiosa para ver, escuchar, y si fuera posible confesarse con el santo cura, que pasaba entre 12 y 16 horas atendiendo a los que llegaban en el confesionario, del que llegó a decir que era su “pequeña tumba”, en la que pasaba la mayoría del tiempo. 

Los turnos para verlo se repartían anticipadamente.

Los pasajes de tren comenzaron a agotarse con semanas de anticipación, y varios hoteles alrededor de la Iglesia albergaban a los peregrinos.

Leía las conciencias y manifestaba los pecados de sus penitentes antes de que los pronunciaran a sus oídos, y muchas veces recordaba algunos ya olvidados pero no confesados a Jesucristo a través del sacerdote.

Compartía lo escaso que tenía si alguien padecía más que él, y su generosidad y bondad ganaron los corazones con alegría.

41 años estuvo en ese lugar y todo lo transformó.

La fuerza del Espíritu Santo actuaba en él, y Jesús Resucitado era su guía y su poder. 

Los problemas y dificultades de todo tipo los colocaba confiadamente bajo la providencia del Padre Celestial.

Murió el 4 de agosto de 1859 a los 73 años de edad. 
Fue canonizado en 1925 y proclamado por Pío XI “patrono de todos los sacerdotes” en 1929.

Ejemplo acabadamente cristiano de ministros y ministrados.

Por: Gustavo Daniel D´Apice, Profesor de Teología / www.catholic.net