En las revelaciones de
Fátima de 1917, hay un marcado acento respecto de la pecaminosidad del mundo.
Nuestra Señora de Fátima llamó al mundo a recobrar la conciencia de su propia
pecaminosidad. Treinta años más tarde ya el Papa Pío XII[1] declararía que el fenómeno más
alarmante de su tiempo era que el mundo había perdido el sentido de pecado.
«La pérdida del sentido del pecado es, por lo tanto, una forma o
fruto de la negación de Dios: no sólo de la atea, sino además de la
secularista. Pecar no es solamente negar a Dios; pecar es también vivir como si
Él no existiera, es borrarlo de la propia existencia diaria».[2]
El tercer obispo de
Fátima Monseñor Alberto Cosme do Amaral en un discurso pronunciado el 10 de
diciembre de 1975, dijo:
«Teniendo en cuenta el mensaje de Fátima, el pecado no es un
fenómeno de orden sociológico, sino que es, según el verdadero concepto teológico,
una ofensa contra Dios con las evidentes consecuencias sociales. Quizás la vida
no ha sido nun0ca más pecaminosa que en el siglo XX, pero hay algo nuevo que se
añade a los pecados de este siglo: el hombre actual, más pecador que
sus antepasados, ha perdido el concepto de pecado. Peca, se ríe y
hasta se vanagloria del pecado cometido… el hombre hoy en día ha llegado a este
estado porque ha colocado una división entre él y Dios… creyendo que cuando se
ignora a Dios, todo es posible».[3]
En Viena el 10 de
septiembre de 1984, afirmaba el mismo prelado que el Tercer Secreto se refiere
sobre todo a la Fe Católica, a la apostasía de las naciones. La apostasía
tiene lugar, por supuesto, con la pérdida de la fe:
«Su contenido… sólo concierne a nuestra fe. Identificar el
Secreto con anuncios catastróficos o con un holocausto nuclear es deformar el
significado del Mensaje. La pérdida de la fe de un continente es peor que
la aniquilación de una nación».[4]
I. ¿Qué ha pasado con el pecado?
El Dr. Karl Menninger
renombrado psiquiatra, en 1973 publicó el famoso libro ¿Qué ha pasado con el pecado?, en el que escribió:
Los seres humanos han llegado a ser más
numerosos, pero escasamente morales. Ellos están ocupados, viniendo y yendo,
obteniendo y perdiendo, peleando y defendiendo, creando y destruyendo… Ellos
ahora se comunican con otros en mil maneras, rápido y lento; se transportan
rápidamente sobre la tierra, el mar, y a través del aire… Ésta ha llegado a ser
la época de la tecnología, incontrolable y triunfante. Nos jactamos de nuestros
inventos, innovaciones, y dispositivos… Y mientras obtenemos y acumulamos, nos
jactamos y desafiamos… De repente, despertamos de nuestros sueños placenteros
con una comprensión espantosa de que algo estaba equivocado…
En todos los lamentos y reproches
hechos por nuestros videntes y profetas, uno echa de menos la palabra “pecado”,
una palabra que solía ser un lema verdadero de los profetas. Esta fue una
palabra una vez en la mente de todos, pero ahora raramente escuchada.
¿Significa esto que ningún pecado está implicado en nuestros problemas?… ¿No es
alguno nunca más culpable de algo?… Todos nosotros admitimos la ansiedad y la
depresión, e incluso los sentimientos vagos de culpa; pero ¿no ha cometido
nadie algún pecado? En efecto, ¿dónde se fue el pecado? ¿Qué le pasó?
El escrito del Dr.
Menninger consecuentemente no sólo fue proverbial sino profético.
«¿No vive el hombre contemporáneo bajo
la amenaza de un eclipse de la conciencia, de una deformación de la conciencia,
de un entorpecimiento o de una “anestesia” de la conciencia?» Se preguntaba también el papa Wojtyla.[5]
Benedicto XVI expresó
que la pérdida del sentido del pecado tiene en su origen la pérdida
del sentido de Dios.
«Donde se excluye a Dios
de la vida pública, el sentido de la ofensa contra Dios –el auténtico sentido
del pecado– desaparece, y cuando se relativiza el valor absoluto de las normas
morales se desvanecen las categorías del bien y del mal, junto con la
responsabilidad individual».[6]
¿Saben lo que le ha
pasado el pecado?, que ha fijado su residencia en nuestros corazones y la
mayoría de la gente ni lo sabe. No da mucho trabajo bloquear el sol, una moneda
pequeña puesta sobre cada uno de los ojos, y ya está. Así también el pecado
ignorado bloquea a Cristo de nuestras vidas y endurece nuestros corazones.
Y, no solamente es la
pérdida del sentido de Dios, y consecuentemente del pecado, sino que lo más
lamentable es, que hoy se justifica el mal como bien y viceversa.
II. ¡Qué difícil resulta hoy hacer una
buena confesión!
Se ha llegado a ensalzar
tanto los «derechos humanos»[7], su autonomía y su personalidad,
endiosando a la persona humana, en una «religión del hombre», el humanismo
ateo, que busca dejar en la penumbra la trascendencia de Dios,
sus derechos y sus sanciones.
«Cristianismo horizontal» que se olvida de Dios,
centrado exclusivamente en «el prójimo», que
coloca al hombre y no a Dios como centro de la religión. Dios se encuentra
solamente en la faz, las funciones, las fortunas y el futuro del hombre. La
primacía del hombre se identifica con la primacía de Dios.[8]
El hombre moderno
auto-indulgente, rehúsa acercarse al Sacramento de la Penitencia,
busca recibir el perdón de los pecados de una manera barata, sin el sacrificio
de humillarse delante del sacerdote. Inflado de autosuficiencia, ya no es capaz
de postrarse delante de Dios en un acto de adoración, y tanto menos, postrarse
delante de un hombre, para obtener por su ministerio el perdón de sus pecados.
Lo que es real en la
vida, hay que legalizarlo: aborto, prostitución, drogas, homosexualismo, etc.,
luego lo que es legal es bueno.
Así, muchos han
abandonado la confesión como ecos impersonales de la anti-Iglesia: «yo me confieso directamente con Dios».
El pecado es una falta
contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero
para con Dios y para con el prójimo a causa de un apego perverso a ciertos
bienes. El pecado es una palabra, un acto o un deseo contarios a la Ley eterna, ya que se levanta contra el amor que Dios
nos tiene. El pecado nos aparta de Dios, nuestro Padre amoroso y
misericordioso. El pecado es «amor a sí mismo hasta el
desprecio de Dios».
Los pecados actúan en el
alma de una manera oprimente, agobian a quien los carga. La tristeza del mundo
actual es debida al pecado. Solamente evitándose el pecado personal, por la
confesión de los pecados se derribarán las «estructuras de pecado».
Jesús que ha vencido al
pecado nos llama a la conversión –una derrota del poder del
Maligno. El cristiano debe luchar contra el pecado convencido de que
es un absurdo estar con Jesús y al mismo tiempo apegado al pecado. El
Sacramento de la Penitencia, es una obra de la Divina Misericordia. Debemos por
lo tanto acercarnos al confesionario con gozo, y no –como quisiera el Demonio–
con miedo.
Es que se desconoce el
efecto maravilloso y complejo de una buena confesión y los prodigios que obra
en toda alma que se prepara dignamente para recibir uno de los sacramentos que
es puro milagro. Como en el Calvario, con los dos malhechores, lo que para uno
puede ser una ocasión de humildad y purificación, puede convertir el otro en
maldición.
Es consolador este breve
diálogo entre San Francisco de Sales y un amigo suyo que
le endilga esta pregunta:
– ¿Qué diríais de mí si
os confesara un crimen monstruoso que hubiera cometido?
– Diría que sois un
santo, porque solamente los santos saben arrepentirse y confesarse con toda
sinceridad y humildad.
Ésa es la razón, por la
que una confesión bien hecha, borra los mayores crímenes y deja el alma
arrepentida con toda la luminosidad de un ángel o un santo.
Cuando queremos resolver
las cosas a nuestro modo, como lo hicieron nuestros primeros padres, o como el
«mal ladrón», nos encontramos con la misma
consecuencia: perdemos el paraíso.
III. Misericordia y justicia.
Pero lo más dramático
hoy para acceder al sacramento de le penitencia, es que no faltan sacerdotes y
hasta obispos, que enseñan que basta «la confesión a solas con Dios»
o acuden a la absolución colectiva. También la dificultad de parte de los
fieles de encontrar sacerdotes que les administren el Sacramento del Perdón los
empuja al abandono de esta práctica sacramental, y si los encuentran, a
ese síndrome del confesionario vacío se suma otro
drama que estriba en confesiones realizadas ante sacerdotes que condonan todos
los pecados y hasta los justifican haciendo del sacramento algo trivial y sin
consecuencias santificantes ni santificadoras.
La Iglesia, los
sacramentos, la confesión en último caso, no están para hacernos sentir bien,
amados sí, pero no bien.
El Papa Pío XII, en la
Encíclica «Mystici corporis» afirma que la confesión frecuente
«aumenta el recto conocimiento de uno mismo, crece la humildad cristiana, se
desarraiga la maldad de las costumbres, se pone un dique a la pereza y
negligencia espiritual, y se aumenta la gracia por la misma fuerza del
sacramento».
La confesión es una
resistencia a Satanás y al pecado. Unos se acercan al confesionario sin ningún examen. ¿Qué buena confesión puede
resultar de una persona que ignora culpablemente la
situación de su alma? Sólo la verdad y
la aceptación de la responsabilidad del pecado
personal nos lleva a un verdadero examen de conciencia,
y a un verdadero propósito de enmienda.
Los más no verifican
un verdadero propósito de enmienda, ya que no piensan en las personas, en
los lugares, en los libros y películas que son la causa de sus pecados; no
meditan sobre las estratagemas con que les engaña el demonio; no miden los
peligros y el lugar en que se hallan. Salen del confesionario sin una
preocupación por el futuro, sin planes a realizar para evitar nuevos pecados,
sin proyectos concretos para alejarse de aquella persona que es causa de su
perdición, o de no acudir a aquel antro que le provoca el pecado, o de no ver
tales programas que le son incentivo invencible para el mal.
Por eso no pocos llegan
al confesionario sin ningún dolor.
Han cometido pecados y los confiesan con la misma frialdad con que contarían
los goles que han metido en un partido.
No se trata de un dolor
físico, no, que no es necesario, sino de una vergüenza de su conducta, de una
pena de haber dado a Dios tantos dolores en la Cruz. Están simplemente leyendo
una pista sin compromiso de que se trata de sus propios errores, de sus propias
traiciones.
«La persona que no tiene
remordimiento de sus pecados se ha reducido a la estupidez animal. Ha perdido
el sello del hombre racional».[9]
Si no se admite la
responsabilidad del pecado personal, y no hay arrepentimiento, sin comprender lo ocurrido
interpretándolo en su verdad,[10] no hay consecuentemente absolución
real, y por lo tanto no hay misericordia.
La misericordia es
verdadera solamente cuando busca el verdadero bien del prójimo. Este bien
consiste, sobre todo, en su salvación eterna. Alentar su permanencia en el
vicio y el pecado por una compasión equivocada es ignorar su bien espiritual y
evitar su salvación eterna. No puede haber crueldad mayor.
El que se prepara bien,
con la verdad completa de sus pecados, y confiesa mejor, se verá libre de los
más monstruosos crímenes.
Por: Germán Mazuelo-Leytón/www.adelantelafe.com
[1] PÍO XII. Radiomensaje
en la conclusión del Congreso Catequístico de Estados Unidos, en Boston, 26/10/1946. En: Discorsi e Radio messaggi, VIII (1946), 288.
[2] Ibid.
[3] JOHNSTON, FRANCIS, Fátima: The Great Sign.
[4] DE LA SAINTE TRINITÉ, Frère MICHEL, The Whole Truth About Fatima, Volumen III – El
Tercer Secreto, Immaculate Heart Publications, Buffalo, Nueva York, 1990, p.
676.
[5] JUAN PABLO II, Reconciliatio et paenitentia, nº 18.
[6] BENEDICTO XVI, Discurso a los obispos de Canadá Occidental, 9-10-2006.
[7] MAZUELO-LEYTÓN, GERMÁN, La religión de los derechos humanos, http://adelantelafe.com/la-religion-de-los-derechos-humanos/
[8] MAZUELO-LEYTÓN, GERMÁN, El crisgianismo horizontal, http://adelantelafe.com/la-nueva-cristiandad-o-los-5-mandamientos-de-la-auto-demolicion-i/
[9] VILARIÑO S.J., P. REMIGIO, El pecado mortal.
[10] JUAN PABLO II, Encíclica Evangelium vitae, nº 99.