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Sermón de Fontgombault – Fiesta de la Ascensión



Sermón del Reverendo Dom. Jean Pateau
Abad de Nuestra Señora de Fontgombault

Después de que hubiera hablado, fue subido al cielo (Mc, 16:19)

Queridos hermanos y hermanas,

Mis muy queridos y amados hijos,

¿Es la fiesta de la Ascensión un nuevo Viernes Santo? Durante la hora novena, mientras Él se encontraba clavado y levantado en la Cruz, Cristo gritó en voz alta y entregó su espíritu.
El día de la Ascensión, el Señor se elevó y desapareció de la vista de sus discípulos. La llama del Cirio Pascual, que desde la noche de la Resurrección es el símbolo de la victoria de Cristo sobre la muerte, se ha apagado. De este día en adelante, Cristo ya no estará presente al lado de sus apóstoles en carne y hueso para compartir la comida con ellos o para dejarles que le tocaran, como habían hecho los días siguientes a la Pascua.

Para los apóstoles comenzaba el tiempo de vivir su fe en solitario. Ya habían experimentado la noche de la fe justo después de la Resurrección, y habían dudado. En este día, durante su última aparición, el Señor, justo antes de enviarles de misión al mundo entero, les reprendió por su incredulidad y dureza de corazón. ¿Cómo podrían proclamar el Evangelio si su fe vacilaba?

¿Qué hicieron los Apóstoles cuando el Señor ascendió al Cielo? Mirar al cielo. Permanecieron mirando el lugar donde lo vieron por última vez. Probablemente cierta tristeza encogió su corazón. Dos hombres vestidos de blanco les dijeron: “¿Por qué permanecéis mirando al cielo?” (Hechos, 1:11).

El papel de los apóstoles no era mirar al cielo y llorar como si fueran huérfanos. Ahora debían cumplir la misión que Cristo les confió: predicar el Evangelio hasta los confines de la tierra. San Pablo escribió lo siguiente a los romanos:
“Pero, ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian el bien!” (Rm 10:14-15).

El libro de los Hechos de los Apóstoles podría ser llamado el libro de la proclamación de Cristo. Después del Evangelio y de proclamar la buena noticia de la salvación que se prometió a Israel y que Cristo había sido traído al mundo por Cristo, los Hechos de los Apóstoles nos narran los comienzos de la Iglesia, y especialmente las primeras enseñanzas de los discípulos del Señor después de su partida.

En este día de la Ascensión, los discípulos se mostraban indecisos entre el deseo de seguir a su Maestro y la misión encomendada; para esta misión se les dijo claramente que debían permanecer en la tierra. Jesús había dicho a sus discípulos en la última Cena que Él iba a irse, y que les iba a preparar un lugar en la casa de su Padre. Les había prometido regresar y llevárselos con Él.

Además les ordenó lo siguiente: “Id y haced discípulos en todas las naciones” (Mt 28:19). Pero si el Maestro se había ido, no se olvidó de Sus discípulos. No les dejó huérfanos:
“En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún, porque yo voy al Padre. Y todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré.” (Juan 14:12-14).

Esta promesa que Jesús hizo justo antes de Su Pasión comprometió a los Apóstoles; también compromete a todos los discípulos de Cristo de todos los tiempos. Compromete  a todos aquellos que desean salir de misión hacia la periferia, lugares donde las palabras de Cristo aún no han resonado del todo, lugares donde Su amor y gracia no han sido aún recibidos.

En vez de permanecer mirando al cielo, debemos emprender nuestro peregrinaje. Pero, ¿adónde hemos de ir? El cardenal Sarah dijo recientemente lo siguiente durante una entrevista en televisión:

“Mientras que los cristianos de Oriente están dando sus vidas por el Evangelio, por Cristo, en Occidente los cristianos se preguntan cómo poner el Evangelio en práctica.”

Llevar el Evangelio a todos los lugares significa en primer lugar evangelizar las periferias de nuestros corazones, y no siempre las periferias. Trabajar en nuestros felices  vecindarios es tarea más fácil que trabajar por nuestra propia conversión. Sin embargo, debemos ser conscientes de que los frutos de la misión dependen del testimonio de los apóstoles. Poner en práctica el nuevo mandamiento, “Amaros los unos a los otros” (Juan 13:34), será la señal por la que todos conocerán a los verdaderos discípulos del Señor.
¿Cómo podríamos obviar el testimonio actual de los cristianos de Oriente? Sanguis martyrum, semen christianorum; la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos. Enfrentados a la barbarie y el odio, nuestros hermanos y hermanas dan al mundo el testimonio de un regalo precioso, el regalo de sus vidas por Cristo.

Mientras que el debate de los políticos, el silencio de los hombres públicos o su resonante indignación, no son sino a menudos intereses creados de tipo económico o estrategias financieras o electorales, ante cuyos ojos no importa mucho ni la vida de unos pocos cientos de miles seres humanos, ni la libertad religiosa, ni el derecho de vivir desde la concepción hasta la muerte natural, unos pobres hombres,  mujeres y niños, son sacados de sus familias y llevados a un camino que los lleva a su muerte en el nombre de Jesús. Cuando entregan su espíritu, sus corazones se vuelven a mirar al Cielo, de donde pueden ver a Cristo venir a llevárselos, para que puedan permanecer en Él.

¿Cómo no puede su martirio conmover los corazones de los hombres de buena voluntad de todas las naciones y todas las religiones? ¿Cómo no puede nuestra fe verse fortalecida por su testimonio?

María, la madre de Jesús, y Juan, el discípulo amado, permanecían al pie de la Cruz. Jesús le dijo a Juan: “He aquí a tu madre” (Juan 19:27). Al decir esto, dio a María a todos los hombres como su Madre. Después de su Ascensión, dos hombres vestidos de blanco certificaron a los discípulos que el Señor regresará del mismo modo que ellos le habían visto irse al Cielo.

El Señor no se ha olvidado de nosotros: nos ha dado a María como nuestra Madre, y regresará a buscarnos.

“Batid palmas, todas las naciones; gritad a Dios con gozo” (Ps, 46:2).

“Haced discípulos de todas las naciones” (Mt 28:19).

Amen, Aleluya.

Fuente: rorate-caeli.blogspot.com/

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