El niño salta de alegría en el vientre de su madre;
Isabel se llena del Espíritu Santo, reconoce al Señor presente y comienza a
profetizar.
Toda nuestra vida, cuando es auténticamente cristiana, está orientada hacia el
amor. Sólo el amor hace grande y fecunda nuestra existencia y nos garantiza la
salvación eterna.
Y sabemos que ese amor cristiano tiene dos dimensiones. La dimensión
horizontal: amar a los hombres, nuestros hermanos. Y la dimensión vertical:
amar a Dios, nuestro Señor.
Es fácil hablar de amor y de caridad, pero es difícil vivirlos, porque amar
significa servir, y servir exige renunciar a sí mismo. Por eso, el
Señor nos dio como imagen ideal a la Sma. Virgen. Ella es la gran servidora de
Dios y, a la vez, de los hombres.
En la hora de la Anunciación, Ella se proclama la esclava del Señor. Le
entrega toda su vida, para cumplir la tarea que Dios le encomienda por el
ángel. Ella cambia en el acto todos sus planes y proyectos que tenía, se olvida
completamente de sus propios intereses.
Lo mismo le pasa con Isabel. Se entera que su prima va a tener un hijo y parte
en seguida, a pesar del largo camino. Y se queda tres meses con ella, sirviéndole
hasta el nacimiento de Juan Bautista. No se le ocurre sentirse superior. Y no
busca pretextos por estar encinta y no poder arriesgar un viaje tan largo. Hace
todo esto, porque sabe que en el Reino de Dios los primeros son los que
saben convertirse en servidores de todos.
También nuestra propia vida cristiana debe formarse y desarrollarse en estas
mismas dos dimensiones: el compromiso con los hermanos y el servicio a Dios.Y
no se puede separar una dimensión de la otra. Por eso, cuanto más queremos
comunicarnos con los hombres, tanto más debemos estar en comunión con Dios. Y
cuanto más queremos acercarnos a Dios, tanto más debemos estar cerca de los
hombres.
¿Qué más nos dice el Evangelio? Nos cuenta de algunos sucesos milagrosos en el
encuentro de las dos mujeres: el niño salta de alegría en el vientre de
su madre; Isabel se llena del Espíritu Santo, reconoce al Señor presente y
comienza a profetizar.
Y nos preguntamos: ¿Es la Sma. Virgen la que hace esos milagros? Ello se puede
explicar sólo por la íntima y profunda unión entre María y Jesús. Esa unión
comienza con la Anunciación y dura por toda su vida y más allá de ella. Y por
primera vez se manifiesta en el encuentro de María con Isabel.
María no actúa nunca sola, sino siempre en esta unión perfecta entre Madre a
Hijo. Donde está María, allí está también Jesús. Es el misterio de la
infinita fecundidad de su vida de madre.
Y si nosotros queremos ser como Ella, entonces debe ser también el misterio de
nuestra vida. ¿En qué sentido? Nos unimos, nos vinculamos con María, nuestra
Madre y Reina. Y entonces, ¿qué hace Ella? Ella nos vincula, con todas
las raíces de nuestro ser, con su Hijo Jesucristo.
Porque María es la tierra de encuentro con Cristo, nos conduce hacia Él, nos
guía, nos cuida y nos acompaña en nuestro caminar hacia Él.
Pero, María no solo nos conduce hacia Cristo, sino trae, ante todo, a Jesús al
mundo y a los hombres. Es su gran tarea de Madre de Dios.
Y en su visita a la casa de Isabel realiza, por primera vez, esta gran misión
suya: le lleva a su Hijo. Y el Señor del mundo, encarnado en su cuerpo
maternal, manifiesta su presencia por medio de aquellos milagros.
Lo hizo María hace más de 2000 años. Pero lo hace también hoy: nos trae a
Cristo a todos nosotros.
Preguntas para la reflexión
2. ¿De de qué manera sirvo a los demás?
3. ¿Soy un elemento de unión?