Es el que puede colmar los deseos de paz, de amor,
de solidaridad y de salvación para todos los hombres.
Era tiempo de adviento y soplaban vientos nuevos.
Jerusalén se había corrompido, su olor era nauseabundo, los olores que despedía
el templo eran la grasa gorda, el dinero, las finanzas, el influyentísimo y el
ascenso hasta los primeros puestos para asegurar una buena posición económica.
La esposa del Señor se había prostituido y ya no había que buscar nada en
aquella ciudad que había perdido su frescura y su antiguo esplendor. Hoy Dios
ya no quería nada en aquella ciudad. Vientos nuevos, que impulsaron a una
ruptura total y nuevos derroteros para que Dios pudiera habitar entre los
suyos, entre los hombres. Dios buscaba una nueva esposa. Y fue elegido para
encontrarla el secretario de Relaciones Exteriores del Señor, el Arcángel San
Gabriel y se escogió una aldea perdida en las montañas de Galilea, donde habitaban
los marginados, los despreciados, los palurdos, casi casi paganos, aunque
pertenecieran al mismo pueblo hebreo.
Y fue escogida la más sencilla de las mansiones y la más fresca de las
chamaquitas de Galilea. Trece o catorce años. Muchachita de campo, curtida por
el sol y las limitaciones de la pobreza y casada con obrero pobre de su misma
comunidad, aunque él fuera descendiente del Rey David. La diferencia que se
obró en un momento no podía ser más significativa: un ángel de luz, ataviado
para las grandes ocasiones y una muchachita que oraba y se alegraba por la
llegada ya inminente del Dios de los cielos para honrar a los suyos.
El saludo fue particularmente significativo: "Alégrate, llena de gracia,
el Señor está contigo". Bendita palabra, la alegría no se separaría nunca
más de los hombres, porque Dios se complace en vivir entre los pobres y los más
desarrapados de los hombres. Nunca más la alegría podría deshacerse entre las
manos de los hombres.
Y a continuación vino la embajada. El ángel le anuncia que si ella quisiera,
podría convertirse en la madre del Señor, la madre de Jesús, quien sería grande
y sería llamado Hijo del Altísimo, que tendría el trono de David su padre y
reinaría por todos los siglos.
Es el gran anuncio, y es el Evangelio de la ternura y de la delicadeza del
Creador que propone y no se impone a su criatura. Ante tantas mujeres que son
maltratadas, vejadas, prostituidas, Dios estuvo pendientísimo de la respuesta
de aquella mujer que no cabe en sí de asombro ante tal cometido: proporcionarle
un cuerpo humano al Hijo de Dios, y proporcionarle al Dios altísimo la
oportunidad de acercarse para siempre a los hombres y salvarlos pero desde
dentro de su condición de humanos.
María pregunta, inquiere, se informa de las condiciones pero no para poner
ninguna condición más sino para poder dar una respuesta plenamente
satisfactoria al Dios que la llamaba. El ángel responde adecuadamente: "El
Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra", y el hijo de sus entrañas sería santo, consagrado y sería para
siempre hijo del Altísimo.
María no necesita más explicaciones, si Dios se las ha dado, ha sido por su
generosidad, su ternura, y el deseo ardentísimo de que María aceptara el
altísimo cometido. Y la respuesta fue clara, tajante, luminosa, al grado que ha
servido desde entonces y por siglos y siglos, de inspiración para pintores,
escultores y artistas que quisieran dejar plasmado ese momento clave en la vida
de los hombres, en que María, en nombre de la humanidad quiso convertirse en la
nueva esposa del Señor, aceptando el don de la Maternidad que terminó para
siempre el largo Adviento, para hacer presente entre los hombres al primero de
todos ellos, el más bello, el más comprometido, el más solidario con todos los
hombres, aquél que tuvo como gran honor permanecer cercano a los que nada
esperan para ser él el que pueda colmar los deseos de paz, de progreso, de
solidaridad y de salvación para todos los hombres.
¿Es ese el Cristo que tú estás esperando en esta Navidad?
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