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El Papa a los adolescentes: La felicidad no es una ‘app’, el amor pide sacrificio


Con el himno “Misericordiosos como el Padre” el papa Francisco entró desde la basílica de San Pedro hacia la plaza, para celebrar este domingo la santa misa, en medio de los aplausos unos 70 mil jóvenes de 13 a 16 años que participan del Jubileo de los adolescentes.

La plaza estaba más colorida de lo habitual, con banderas, carteles y símbolos varios de identificación que llevaban o vestían los jóvene, como camisetas, sombreros, gorros y pañuelos, indicando lugares y países de proveniencia. A pesar de las previsiones meteorológicas adversas, no llovió.

El santo Padre vistiendo paramentos blancos con ribetes verdes y dorados presidió la santa misa, mientras los jóvenes con el librito que les habían entregado pudieron seguir y acompañar en la medida de lo posible, cantos como el Kyrie en latín, las lecturas y las peticiones.
Uno de los niños del coro de la Pontificia Capilla Sixtina, adolescente como ellos, cantó como solista: “Misericordioso es el Señor lento en la ira (…) su ternura se expande en todas las criaturas”.

El Santo Padre en la homilía, con muchas pequeñas improvisaciones respecto al texto programado, animó a los jóvenes a la caridad. Les recordó que la gente conocerá a los discípulos de Jesús por cómo se aman entre ellos y que vivir las bienaventuranzas da la identidad del cristiano y es el único “documento” válido para ser reconocidos como discípulos de Jesús.

Les señaló que amar quiere decir dar, no sólo algo material, sino algo de uno mismo: el tiempo personal, la propia amistad, las capacidades personales. Y que debemos agradecer al Señor todos los días, por su amistad fiel, que supera las decepciones que le damos, porque Jesús sigue amándonos.

Así el Papa les recordó que Jesús les mira a los ojos y les llama para seguirlo, para «remar mar a dentro» y «echar las redes» confiando en su palabra.

Les advirtió que muchos les dirán que ser libres significa hacer lo que se quiera y a esto hay que saber decir no, porque la libertad es el don de poder elegir el bien. “No se contenten con la mediocridad”, dijo. Les señaló que que el amor es concreto no una telenovela. Que es necesario desconfiar de quien les hace creer que ellos son valiosos cuando los hacen pasar por fuertes, como los héroes de las películas, o cuando llevan vestidos a la última moda. Vuestra felicidad no tiene precio y no se negocia; no es un “app” que se descarga en el teléfono móvil, les dijo.

“Levántense, Jesús los quiere siempre de pie. Y cuando uno cae, les invitó a levantarse tomándose de la mano de Jesús, apoyándose en los buenos amigos, en la familia. A trabajar junto con los otros y por los otros, pero jamás contra alguien.

Y concluyó: “Que vuestro programa cotidiano sean las obras de misericordia:”, así “serán discípulos de Jesús” y “vuestra alegría será plena”.

Al concluir la misa, el Papa entregó a varios jóvenes un crucifijo invitándolos a “ser misioneros y mensajeros de la Misericordia del Padre que se revela en Jesús”.


Fuente: zenit.org

El Papa en Santa Marta: quien escucha a los adivinos no sigue a Jesús



Si escuchamos la voz del Buen Pastor y lo seguimos, no equivocaremos el camino. Lo indicó el papa Francisco en la misa matutina de este lunes en la casa Santa Marta, porque dijo, Jesús es la única puerta que nos hace entrar en el recinto de la vida eterna.

Partiendo del evangelio del día, el Santo Padre ha señalado que Jesús nos advierte que “quien no entra en el redil por la puerta es un ladrón y un asaltante”; Cristo es la puerta, no hay otra.

“Jesús –continuó el Papa– siempre hablaba a la gente con imágenes simples, porque todas estas personas sabían lo que era la vida de un pastor. Y ellos entendieron que “solo se puede entrar en el redil de las ovejas a través de la puerta”. En cambio aquellos que quieren entrar por otra parte, son delincuentes.

“Así de claro habla el Señor: no se puede entrar a la vida eterna por otra parte que no sea la puerta, es decir, Jesús”. Precisó el Papa que Jesús es la puerta de nuestra vida cotidiana y no sólo de la vida eterna. E invitó a preguntarnos cuando optamos: “¿Esta decisión, por ejemplo la tomo en nombre de Jesús, por la puerta de Jesús, o en palabras simples, la tomo de contrabando?”.

Jesús, por lo tanto explica qué el camino. El pastor conoce a sus ovejas y las conduce afuera. Y el camino, indicó el Papa, es justamente este: “Seguir a Jesús” en “el camino de la vida de todos los días”.

–‘Pero padre — diría alguien– las cosas son difíciles, no veo claro qué hacer. Me dijeron que había un vidente, un adivino y fui allí, y la adivina me mostró las cartas’.

Si uno hace esto, aseguró el Papa, no sigue a Jesús. Seguimos a otro que nos indica un camino diverso. Jesús nos advirtió: “Vendrán otros que van a decir que el camino del Mesías es este… ¡No, le hagan caso! ¡Yo soy el camino! dice Jesús, porque él es la puerta y también el camino. Si seguimos a Jesús no nos equivocaremos”.

Francisco se detuvo para hablar sobre la voz del Buen Pastor. “Las ovejas le siguen, porque conocen su voz”. ¿Pero cómo sabemos cuál es la voz de Jesús? dijo el Pontífice, para defendernos de la “voz de los que no son de Jesús?

La receta es simple: la voz de Jesús se encuentra en las bienaventuranzas. ¡Alguien que indica un camino contrario a las bienaventuranzas es una persona que entra por la ventana: no es Jesús!

¿Es posible conocer la voz de Jesús? Sí, cuando se habla de las obras de misericordia. Por ejemplo, en el capítulo 25 de Mateo: “Si una persona te dice lo que Jesús dice, es la voz de Jesús. Y “es posible conocer la voz de Jesús cuando nos enseña a decir Padre, es decir, cuando nos enseña a rezar el Padre nuestro”.

Reconocemos su voz en las bienaventuranzas, en las obras de misericordia y cuando nos enseña a decir ‘Padre’.

Fuente: Zenit.org


Jesús y los enfermos


Si uno lee con detención los Santos Evangelios descubre todo un mundo, un océano de dolor que parece rodear a Jesús. Parece un imán que atrae a cuanto enfermo encuentra en su paso por la vida. Él mismo se dijo Médico que vino a sanar a los que estaban enfermos. No puede decir "no" cuando clama el dolor. El amor de Jesús a los hombres es, en su última esencia, amor a los que sufren, a los oprimidos. El prójimo para Él es aquel que yace en la miseria y el sufrimiento (cf. Lc 10, 29 ss). La buena nueva que vino a predicar alcanzaba sobre todo a los enfermos.

El dolor y el sufrimiento no son una maldición, sino que tienen su sentido hondo. El sufrimiento humano suscita compasión, respeto; pero también atemoriza. El sufrimiento físico se da cuando duele el cuerpo, mientras que el sufrimiento moral es dolor del alma. Para poder vislumbrar un poco el sentido del dolor tenemos que asomarnos a la Sagrada Escritura que es un gran libro sobre el sufrimiento.(105) El sufrimiento es un misterio que el hombre no puede comprender a fondo con su inteligencia. Sólo a la luz de Cristo se ilumina este misterio. Desde que Cristo asumió el dolor en todas sus facetas, el sufrimiento tiene valor salvífico y redentor, si se ofrece con amor. Además, todo sufrimiento madura humanamente, expía nuestros pecados y nos une al sacrificio redentor de Cristo.

La enfermedad en tiempos de Jesús.

El estado sanitario del pueblo judío era, en tiempos de Jesús, lamentable. Todas las enfermedades orientales parecían cebarse en su país. Y provenían de tres fuentes principales: la pésima alimentación, el clima y la falta de higiene.

La alimentación era verdaderamente irracional. De ahí el corto promedio de vida de los contemporáneos de Jesús y el que veamos con tanto frecuencia enfermos y muertos jóvenes en la narración evangélica. Pero era el clima el causante de la mayor parte de las dolencias. En el clima de Palestina se dan con frecuencia bruscos cambios de calor y frío. El tiempo fresco del año, con temperaturas relativamente bajas, pasa, sin transición ninguna, en los "días Hamsin" (días del viento sur del desierto), a temperaturas de 40 grados a la sombra. Y, aun en esos mismos días, la noche puede registrar bruscos cambios de temperatura que, en casas húmedas y mal construidas como las de la época, tenían que producir fáciles enfriamientos, y por lo mismo, continuas fiebres. Y con el clima, la falta de higiene.

De todas las enfermedades la más frecuente y dramática era la lepra que se presentaba en sus dos formas: hinchazones en las articulaciones y llagas que se descomponen y supuran. La lepra era una terrible enfermedad, que no sólo afectaba al plano físico y corporal, sino sobre todo al plano psicológico y afectivo. El leproso se siente discriminado, apartado de la sociedad. Ya no cuenta. Vive aislado. Al leproso se le motejaba de impuro. Se creía que Dios estaba detrás con su látigo de justicia, vengando sus pecados o los de sus progenitores. Basta leer el capítulo trece del Levítico para que nos demos cuenta de todo lo que se reglamentaba para el leproso. ¡La lepra iba comiendo sus carnes y la soledad del corazón! Todos se mantenían lejos de los leprosos. E incluso les arrojaban piedras para mantenerlos a distancia.

¿Cuál era la postura de los judíos frente a la enfermedad? Al igual que los demás pueblos del antiguo Oriente, los judíos creían que la enfermedad se debía a la intervención de agentes sobrenaturales. La enfermedad era un pecado que tomaba carne. Es decir, pensaban que era consecuencia de algún pecado cometido contra Dios. El Dios ofendido se vengaba en la carne del ofensor. Por eso, el curar las enfermedades era tarea casi exclusivamente de sacerdotes y magos, a los que se recurría para que, a base de ritos, exorcismos y fórmulas mágicas, oraciones, amuletos y misteriosas recetas, obligaran a los genios maléficos a abandonar el cuerpo de ese enfermo. Para los judíos era Yahvé el curador por excelencia (cf. Ex 15, 26).

Más tarde, vino la fe en la medicina (cf. Eclesiástico 38, 1-8). No obstante, la medicina estaba poco difundida y no pasaba de elemental. Por eso, la salud se ponía más en las manos de Dios que en las manos de los médicos.

Jesús ante el dolor, la enfermedad y el enfermo

Y, ¿qué pensaba Jesús de la enfermedad?

Jesús dice muy poco sobre la enfermedad. La cura. Tiene compasión de la persona enferma. La curación del cuerpo estaba unida a la salvación del alma. Jesús participa de la mentalidad de la primera comunidad cristiana (106) que vivió la enfermedad como consecuencia del pecado (cf. Jn 9, 3; Lc 7, 21). Por tanto, Jesús vive esa identificación según la cual su tarea de médico de los cuerpos es parte y símbolo de la función de redentor de almas. La curación física es siempre símbolo de una nueva vida interior.

Jesús ve el dolor con realismo. Sabe que no puede acabar con todo el dolor del mundo. Él no tiene la finalidad de suprimirlo de la faz de la tierra. Sabe que es una herida dolorosa que debe atenderse, desde muchos ángulos: espiritual, médico, afectivo, etc.

¿Y ante el enfermo?

Primero: siente compasión (cf. Mt 7, 26). Jesús admite al necesitado. No lo discrimina. No se centra en los cálculos de las ventajas que puede obtener o de la urgencia de atender a éste o a aquel. Alguien llega y Él lo atiende. Su móvil es aplacar la necesidad. Tiene corazón siempre abierto para cualquier enfermo.

Segundo: ve más hondo. Tras el dolor ve el pecado, el mal, la ausencia de Dios. La enfermedad y el dolor son consecuencias del pecado. Por eso, Jesús, al curar a los enfermos, quiere curar sobre todo la herida profunda del pecado. Sus curaciones traen al enfermo la cercanía de Dios. No son sólo una enseñanza pedagógica; son, más bien, la llegada de la cercanía del Reino de Dios al corazón del enfermo (cf. Lc 4, 18).

Tercero: le cura, si esa es la voluntad de su Padre y si se acerca con humildad y confianza. Y al curarlo, desea el bien integral, físico y espiritual (cf. Lc 7, 14). Por eso no omite su atención, aunque sea sábado y haya una ley que lo malinterprete (cf. Mc 1, 21; Lc 13, 14).

Cuarto: Jesús no se queda al margen del dolor. Él también quiso tomar sobre sí el dolor. Tomó sobre sí nuestros dolores.(107) A los que sufren, Él les da su ejemplo sufriendo con ellos y con un estilo lleno de valores (cf. Mt 11, 28).

Quinto: con los ancianos tiene comprensión de sus dificultades, les alaba su sacrificio y su desprendimiento, su piedad y su amor a Dios, su fe y su esperanza en el cumplimiento de las promesas divinas (cf. Mc 12, 41-45; Lc 2, 22-38).

Juan Pablo II en su exhortación "Salvifici doloris" (108) del 11 de febrero de 1984 dice que Jesucristo proyecta una luz nueva sobre este misterio del dolor y del sufrimiento, pues Él mismo lo asumió. Probó la fatiga, la falta de una casa, la incomprensión. Fue rodeado de un círculo de hostilidad, que le llevó a la pasión y a la muerte en cruz, sufriendo los más atroces dolores. Cristo venció el dolor y la enfermedad, porque los unió al amor, al amor que crea el bien, sacándolo incluso del mal, sacándolo por medio del sufrimiento, así como el bien supremo de la redención del mundo ha sido sacado de la cruz de Cristo. La cruz de Cristo se ha convertido en una fuente de la que brotan ríos de agua viva. En ella, en la cruz de Cristo, debemos plantearnos también el interrogante sobre el sentido del sufrimiento, y leer hasta el final la respuesta a tal interrogante.

Al final de la exhortación, el Papa dice: "Y os pedimos a todos los que sufrís, que nos ayudéis. Precisamente a vosotros, que sois débiles, pedimos que seáis una fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. En la terrible batalla entre las fuerzas del bien y del mal, que nos presenta el mundo contemporáneo, venza vuestro sufrimiento en unión con la cruz de Cristo" (número 31).

Nosotros ante el dolor y la enfermedad

¿Cuál debería ser nuestra actitud ante el dolor, la enfermedad y ante los enfermos?

Primero, ante el dolor y la enfermedad propios: aceptarlos como venidos de la mano de Dios que quiere probar nuestra fe, nuestra capacidad de paciencia y nuestra confianza en Él. Ofrecerlos con resignación, sin protestar, como medios para crecer en la santidad y en humildad, en la purificación de nuestra vida y como oportunidad maravillosa de colaborar con Cristo en la obra de la redención de los hombres.

Y ante el sufrimiento y el dolor ajenos: acercarnos con respeto y reverencia ante quien sufre, pues estamos delante de un misterio; tratar de consolarlo con palabras suaves y tiernas, rezar juntos, pidiendo a Dios la gracia de la aceptación amorosa de su santísima voluntad.

Además de consolar al que sufre, hay que hacer cuanto esté en nuestras manos para aliviarlo y solucionarlo, y así demostrar nuestra caridad generosa (109) El buen samaritano nos da el ejemplo práctico: no sólo ve la miseria, ni sólo siente compasión, sino que se acerca, se baja de su cabalgadura, saca lo mejor que tiene, lo cura, lo monta sobre su jumento, lo lleva al mesón, paga por él. La caridad no es sólo ojos que ven y corazón que siente; es sobre todo, manos que socorren y ayudan.

Juan Pablo II en su exhortación "Salvifici doloris", sobre el dolor salvífico, dice que el sufrimiento tiene carácter de prueba.(110) Es más, sigue diciendo el Papa: "El sufrimiento debe servir para la conversión, es decir, para la reconstrucción del bien en el sujeto, que puede reconocer la misericordia divina en esta llamada a la penitencia. La penitencia tiene como finalidad superar el mal, que bajo diversas formas está latente en el hombre, y consolidar el bien tanto en uno mismo como en su relación con los demás y, sobre todo, con Dios" (número 12).

CONCLUSIÓN 

Así Jesús pasaba por las calles de Palestina curando hombres, curando almas, sanando enfermedades y predicando al sanarlas. Y las gentes le seguían, en parte porque creían en Él, y, en parte mayor, porque esperaban recoger también ellos alguna migaja de la mesa. Y las gentes le querían, le temían y le odiaban a la vez. Le querían porque le sabían bueno, le temían porque les desbordaba y le odiaban porque no regalaba milagros como un ricachón regala monedas. Pedía, a cambio, nada menos que un cambio de vida. Algo tiene el sufrimiento de sublime y divino, pues el mismo Dios pasó por el túnel del sufrimiento y del dolor...ni siquiera Jesús privó a María del sufrimiento. La llamamos Virgen Dolorosa. Contemplemos a María y así penetraremos más íntimamente en el misterio de Cristo y de su dolor salvífico.

(105) Recomiendo aquí la lectura de la exhortación del Papa Juan Pablo II "Salvifici doloris", sobre el dolor salvífico.
(106) Cf. 1 Cor 11, 30
(107) Léase el capítulo 53 del profeta Isaías
(108) Desde el número 14 en adelante
(109) San Mateo 25, 31-46 nos da la clave
(110) Cf. Número 11


Fuente: Catholic.net

Las quince Gracias que recibiste el día de tu Bautismo

Recuerda con alegría tu fecha de bautismo y agradece abundantemente a Dios por todo lo que se te regaló con este maravilloso sacramento



Enseguida te presento un breve recordatorio enumerado, de todas las Gracias que han fluido en ti y te han sido entregadas desde el día de tu bautismo. Contiene también caminos prácticos que pueden activar todas estas Gracias.

Recuerda tu fecha de bautismo y agradece abundantemente a Dios por todo esto que se te ha regalado:

1) Ser Hijo de Dios Padre.
Reza  el Padrenuestro pensando en su profundo significado. Reconócete con este parentesco. A través del bautismo tú eres un verdadero hijo de Dios.

2) Ser hermano de Jesucristo.
Conoce, ama y sigue a Jesús todo el tiempo. ¿Cuál “nombre” con los que se le ha llamado a Jesús, te atrae más?

3) Ser amigo del Espíritu Santo.
Él es tu más íntimo y constante amigo. ¿Cuál nombre que se le ha dado, te atrae más?

4) La Fe.
Haz crecer tu fe estudiando aún más. Ten sed de conocer tu fe, cada vez más y más.

5) La Esperanza.
En este año de la Divina Misericordia, lee el diario de Santa Faustina y ¡Confía en Dios! Durante las pruebas, cree en Dios aún más. Di: “JESÚS, EN TI CONFÍO”

6) La Caridad.
Esfuérzate por amar a Dios desde una oración más profunda, pero a la vez, a través del amor a tu prójimo. Contempla a Jesús colgado en la Cruz por amor a ti y por amor a mí.

7) La Justicia.
Aprende a ser justo contigo mismo y con los demás. Según Santo Tomás de Aquino “La justicia es dar a cada uno su parte”.

8) La Templanza.
Ofrece a tu cuerpo una alimentación correcta, el necesario descanso y el ejercicio adecuado. Aprende que la virtud descansa entre estos dos extremos (Aquino y Aristóteles)

9) La Prudencia.
Aprende y aplica los tres pasos para realizar una obra o tomar una decisión con cautela: 1) Piensa, 2) Decide y 3) Actúa. Permite que esta virtud se perfeccione a través del Don del Consejo. Ora por el gran poder de tomar buenas decisiones basadas en la fe y en la razón. Lee la encíclica “Fides Ratio” (La Fe y la Razón) de San Juan Pablo II.

10) La Fortaleza.
Soporta pacientemente las cosas malas que Dios permite entrar en tu vida en imitación a Cristo, por tu propia perfección, así como por la salvación de las almas. Pide la intercesión de los mártires, ellos son brillantes ejemplos de la paciencia en el sufrimiento.

11) La Gracia Santificante.
¡Permite que la Gracia de Dios permee toda tu vida! Pídelo a la “Llena de Gracia”, Nuestra Señora. Ábrete a las inspiraciones celestiales de Dios.

12) Te hace miembro de la Iglesia.
En este momento estás unido al cuerpo místico de Cristo. Diles a los demás que amar a Cristo es amar a la Iglesia, que es su cuerpo místico.

13) El Exorcismo.
Renuncia a Satanás y a todas sus obras en todo momento. Ora a San Miguel, San José y también a San Benito.

14) Ser una vela ardiente.
Sé una luz para el mundo, esto significa dar un buen ejemplo. El lema del Movimiento Cristiano: "Es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad".

15) El Cielo.
Reconoce que a través del bautismo estás llamado a ser seguidor de Cristo, lo que significa llegar a ser un santo. El final del viaje de todos los santos es el cielo. Alégrate que tu nombre se encuentra escrito en el cielo, en el Libro de la Vida. Vive entonces de acuerdo con esta dignidad. ¡Conviértete en un santo!

Fuente: Pildorasdefe.net

Creo en la misericordia divina




Los católicos acogemos un conjunto de verdades que nos vienen de Dios. Esas verdades han quedado condensadas en el Credo. Gracias al Credo hacemos presentes, cada domingo y en muchas otras ocasiones, los contenidos más importantes de nuestra fe cristiana.

Podríamos pensar que cada vez que recitamos el Credo estamos diciendo también una especie de frase oculta, compuesta por cinco palabras: "Creo en la misericordia divina". No se trata aquí de añadir una nueva frase a un Credo que ya tiene muchos siglos de historia, sino de valorar aún más la centralidad del perdón de Dios, de la misericordia divina, como parte de nuestra fe.

Dios es Amor, como nos recuerda san Juan (1Jn 4,8 y 4,16). Por amor creó el universo; por amor suscitó la vida; por amor ha permitido la existencia del hombre; por amor hoy me permite soñar y reír, suspirar y rezar, trabajar y tener un momento de descanso.

El amor, sin embargo, tropezó con el gran misterio del pecado. Un pecado que penetró en el mundo y que fue acompañado por el drama de la muerte (Rm 5,12). Desde entonces, la historia humana quedó herida por dolores casi infinitos: guerras e injusticias, hambres y violaciones, abusos de niños y esclavitud, infidelidades matrimoniales y desprecio a los ancianos, explotación de los obreros y asesinatos masivos por motivos raciales o ideológicos.

Una historia teñida de sangre, de pecado. Una historia que también es (mejor, que es sobre todo) el campo de la acción de un Dios que es capaz de superar el mal con la misericordia, el pecado con el perdón, la caída con la gracia, el fango con la limpieza, la sangre con el vino de bodas.

Sólo Dios puede devolver la dignidad a quienes tienen las manos y el corazón manchados por infinitas miserias, simplemente porque ama, porque su amor es más fuerte que el pecado.

Dios eligió por amor a un pueblo, Israel, como señal de su deseo de salvación universal, movido por una misericordia infinita. Envió profetas y señales de esperanza. Repitió una y otra vez que la misericordia era más fuerte que el pecado. Permitió que en la Cruz de Cristo el mal fuese derrotado, que fuese devuelto al hombre arrepentido el don de la amistad con el Padre de las misericordias.

Descubrimos así que Dios es misericordioso, capaz de olvidar el pecado, de arrojarlo lejos. "Como se alzan los cielos por encima de la tierra, así de grande es su amor para quienes le temen; tan lejos como está el oriente del ocaso aleja Él de nosotros nuestras rebeldías" (Sal 103,11-12).

La experiencia del perdón levanta al hombre herido, limpia sus heridas con aceite y vino, lo monta en su cabalgadura, lo conduce para ser curado en un mesón. Como enseñaban los Santos Padres, Jesús es el buen samaritano que toma sobre sí a la humanidad entera; que me recoge a mí, cuando estoy tirado en el camino, herido por mis faltas, para curarme, para traerme a casa.

Enseñar y predicar la misericordia divina ha sido uno de los legados que nos dejó San Juan Pablo II. Especialmente en la encíclica Dives in misericordia (Dios rico en misericordia), donde explicó la relación que existe entre el pecado y la grandeza del perdón divino: "Precisamente porque existe el pecado en el mundo, al que Dios amó tanto... que le dio su Hijo unigénito, Dios, que es amor, no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia. Esta corresponde no sólo con la verdad más profunda de ese amor que es Dios, sino también con la verdad interior del hombre y del mundo que es su patria temporal" (Dives in misericordia n. 13).

Además, san Juan Pablo II quiso divulgar la devoción a la divina misericordia que fue manifestada a santa Faustina Kowalska. Una devoción que está completamente orientada a descubrir, agradecer y celebrar la infinita misericordia de Dios revelada en Jesucristo. Reconocer ese amor, reconocer esa misericordia, abre el paso al cambio más profundo de cualquier corazón humano, al arrepentimiento sincero, a la confianza en ese Dios que vence el mal (siempre limitado y contingente) con la fuerza del bien y del amor omnipotente.

Creo en la misericordia divina, en el Dios que perdona y que rescata, que desciende a nuestro lado y nos purifica profundamente. Creo en el Dios que nos recuerda su amor: "Era yo, yo mismo el que tenía que limpiar tus rebeldías por amor de mí y no recordar tus pecados" (Is 43,25). Creo en el Dios que dijo en la cruz "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34), y que celebra un banquete infinito cada vez que un hijo vuelve, arrepentido, a casa (Lc 15). Creo en el Dios que, a pesar de la dureza de los hombres, a pesar de los errores de algunos bautizados, sigue presente en su Iglesia, ofrece sin cansarse su perdón, levanta a los caídos, perdona los pecados.

Creo en la misericordia divina, y doy gracias a Dios, porque es eterno su amor (Sal 106,1), porque nos ha regenerado y salvado, porque ha alejado de nosotros el pecado, porque podemos llamarnos, y ser, hijos (1Jn 3,1).

A ese Dios misericordioso le digo, desde lo más profundo de mi corazón, que sea siempre alabado y bendecido, que camine siempre a nuestro lado, que venza con su amor nuestro pecado. "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la salvación, dispuesta ya a ser revelada en el último momento" (1Pe 1,3-5).

Fuente: Catholic.net