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Qué disposición se debe tener, y cómo se debe orar cuando se desea obtener alguna cosa - por Tomás de Kempis
Ponte de rodillas delante de Cristo crucificado
Viernes Santo. Cristo abraza el dolor redentor en la cruz para salvarnos a nosotros.
Reflexionemos en Cristo en la cruz, en el
crucifijo en el cual nosotros acabamos aprendiendo a Cristo, acabamos
reconociendo a Cristo. ¿Qué es lo que vemos cuando miramos el crucifijo?
La cruz de Cristo en el Calvario es el testimonio de la fuerza del mal
contra el mismo Hijo de Dios; es el poder del mal que en estos momentos
parece no tener freno. Incluso Aquél que había vencido al mal, en sus
diversos medios de presentarse en la historia del hombre, en el pecado,
en el dolor, en la muerte, ahora se ve totalmente a disposición del mal.
La cruz que se levanta sobre la tierra, la cruz que se eleva sobre todos
los hombres, que le hace ser Redentor, es al mismo tiempo la más clara
manifestación del poder del mal sobre Cristo, es la más clara muestra de
que Cristo está dejado por Dios para que todo el mal que sufre el
hombre se clave en Él. Sin embargo, Cristo es inocente.
Él es el único, entre los hombres de toda la historia, libre de pecado,
incluso de la desobediencia de Adán y del pecado original.
Es en Cristo, —en quien no conocía el pecado—, donde el pecado se hace,
al menos aparentemente, señor de su vida. Es la obediencia de Cristo
hasta la muerte, y muerte de cruz, la que va a hacer posible que las
cadenas del pecado sean vencidas a partir de este momento por todo
hombre que se una a la cruz del Salvador.
Sin embargo, si miramos en el corazón de Cristo, ¡con cuánto dolor
sufriría el verse hecho pecado!, ¡cuánta repugnancia moral sentiría al
verse reducido, no sólo a la condición de pecador, sino de maldito por
la ley! “Maldito el hombre que cuelga de un madero”, decía la ley de
Moisés.
¡Con cuánto amor habrá tenido que arder el corazón del Señor para ser
capaz de vencer la repugnancia del pecado! Es esto lo que vemos: vemos a
Jesús crucificado, vemos a Jesús insultado, vemos a Jesús que grita en
la cruz: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” Los
esbirros se acercan a la cruz, toman las palabras de Cristo como una
burla. Unos le dicen que llaman a Elías, otros le empapan una esponja en
vinagre y le dan de beber, y algunos, en el último chiste macabro, le
dicen: “Deja, vamos a ver si viene Elías a salvarlo”.
“Pero Jesús, dando un fuerte grito, exhaló el espíritu. En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos”.
Acababa de cumplirse en Cristo hasta la última de las profecías, y por
eso, el velo del Santuario que impedía que los fieles viesen al Santo de
los Santos, ya no tenía ningún sentido, no tenía ningún porqué, y se
rasga en dos.
¿Qué es lo que hace que Cristo llegue hasta ahí? Si hemos visto su alma
en Getsemaní y hemos visto su alma antes de salir al Calvario, ¿cuál es
esta última de las profecías, cuál es esta última de las obediencias que
Cristo tiene que sufrir? "¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?",
el salmo que recitaría nuestro Señor como última oración en el Calvario
y que podría ser para nosotros un momento de especial encuentro en el
alma de Cristo; que se va identificando con todos estos sentimientos,
que mira a sí misma y ve los ultrajes recibidos y, por otra parte, mira a
Dios y ve que Él es su Creador, su Señor, en su alma humana, en su
naturaleza humana. Al mismo tiempo, Cristo se ve a sí mismo y se da
cuenta de que no puede desconfiar de Dios y, sin embargo, está sufriendo
la más tremenda de las obscuridades, la más tremenda de las noches del
alma, cuando Dios mismo se aparta del alma de Cristo en un misterio
insondable, en un misterio irreconocible, en un misterio ante el cual
nosotros solamente podemos caer de rodillas y decir: “Creo, Señor, te
adoro y te pido perdón, porque todo esa obscuridad, esa noche, la has
querido pasar por mí.”
Y como quien no quisiera tocar la herida dolorosa de su Señor,
pongámonos simplemente de rodillas delante de Cristo crucificado y
pidámosle perdón, porque por nosotros, Él tuvo que llegar a sufrir
incluso el despojo absoluto de su Padre.
Si nosotros llegásemos hasta ese encuentro, veríamos cómo Cristo nuestro
Señor tiene que sufrir en su alma el sentimiento de la más tremenda de
las injusticias: la ignominia de la muerte, que es la suma debilidad del
ser humano al ver cómo su cuerpo se deshace por medio de la muerte.
¡Qué duro es ver morir a un ser querido, qué duro debe ser esa
impotencia de Cristo, sin otro camino que el de la aceptación! Sólo
cuando el hombre ha hecho de la cruz la presencia de Dios en su vida,
como Cristo, su mente y su corazón es capaz de ver en la muerte un
inclinarse profundo de Dios hacia cada uno de los hombres en los
momentos más difíciles y dolorosos.
Cada vez que besamos una cruz, no besamos simplemente un instrumento de
tortura en el que han muerto miles y miles de hombres a lo largo de toda
la historia de la humanidad, besamos el signo que nuestro Señor hizo
bendito con su muerte. En la cruz de Cristo, sobre la que viene la
muerte en un torrente de impotencia y de amor, nosotros vemos el toque
del amor eterno de Dios sobre las heridas del pecado, que son las que de
verdad causan el dolor de la experiencia terrena del hombre. El alma de
Cristo, imponente ante la muerte que ve venir, sabe que es el toque de
amor eterno de Dios sobre la obscuridad de su debilidad como hombre, y
de nuestras debilidades.
Pongámonos nosotros a los pies de la cruz, y dentro de nuestro corazón recitemos ese canto del siervo de Yahvé: “Despreciado
y deshecho de hombre, varón de dolores, sabedor de dolencias como ante
quien se oculta el rostro despreciable y no le tuvimos en cuenta. Eran
nuestras dolencias las que Él llevaba y nuestros dolores los que Él
soportaba. Nosotros le vimos, nosotros le tuvimos por azotado, herido de
Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, herido por
nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz y con sus
cardenales hemos sido curados”.
En Cristo, Varón de Dolores, se encierra el dolor de la cruz; un dolor
que abraza el dolor de todos los hombres de la historia. Son nuestras
dolencias las que son llevadas; son nuestros dolores los que son
soportados; son nuestras rebeldías las que abren su carne; son nuestras
culpas las que muelen su cuerpo; son nuestros castigos, que Él soporta,
los que nos traen la paz.
Cristo se convierte así en el depositario de toda la culpa de la
humanidad. Cristo es el depositario de toda tu culpa y de toda mi culpa,
de toda tu vida y de toda mi vida. Veamos a Cristo cargado con nuestros
pecados, atrevámonos a decirle: “¿Te acuerdas de este pecado mío? Es
tuyo. ¿Te acuerdas de esta otra infidelidad, te acuerdas de esta otra
ingratitud? Te la llevas en tus hombros. Todos nosotros, como ovejas,
erramos; cada uno marchó por su camino, y Yahvé descargó sobre Él la
culpa de todos nosotros
Cristo abraza el dolor redentor en la cruz. Entre malhechores, entre
insultos, entre esbirros que se burlan, va cumpliendo, una detrás de
otra, las profecías que lo presentan como un cordero llevado al
degüello, como oveja que, ante los que la trasquilan, está muda. Tampoco
Él abrió la boca. Es el dolor redentor que pasa por la opresión, por la
humillación, por el ser lavado, por el silencio...
“Tras arresto y juicio fue arrebatado de sus contemporáneos; quien
se preocupa fue arrancado de la tierra de los vivos; por las rebeldías
de su pueblo fue herido.” Personalicemos esto y démonos cuenta de
que no es un juego que se repite toda la Semana Santa para que el pueblo
cristiano tenga algo de que dolerse y algo de que arrepentirse; es una
vida humana la que cargó sobre sí todos mis pecados. Una vida que fue
considerada impía, maldita, alejada de Dios aun en su muerte. Pero Él
era inocente. Su fecundidad proviene precisamente de su don.
Si nosotros nos atrevemos a ver esto así, atrevámonos también a hacer
con Cristo un acto de oblación personal, a ofrecernos junto con Cristo
en el misterio de la cruz, a ofrecernos junto con Cristo como el único
sentido que tiene nuestra vida cristiana.
¿Cómo se puede ser feliz? ¿Cómo se puede perseverar y ser auténtico
cuando mira uno a Cristo en la cruz? Solamente hay un camino: siendo
corredentor con Cristo en la cruz, estando siempre clavados en esa cruz.
Y, cuando vengan los problemas, piensen que ustedes quisieron ser de
Cristo, crucificados con Cristo, salvadores de los hombres. Siempre que
busquemos otra cosa en nuestra vida, vamos por un camino equivocado,
vamos fuera del plan de Dios.
“En la vida de un cristiano, la luz tiene que estar presente y tiene que
doblegarnos bajo su peso. No penséis nunca en una vida fácil, lejos del
sufrimiento y del sacrificio. La vida terrena es para luchar, para caer
en el polvo mil veces y levantarse otras mil veces, es una vida para
ser humillados por amor a Cristo. No soñéis con vidas sin cruces. Porque
la cruz es un instrumento connatural a la vida del hombre y en especial
para aquellos que, por vocación hemos aceptado seguir a Cristo por los
caminos del Calvario.
Ahora bien, llevad esa cruz con alegría, con el amor con que se ama a
Cristo. Llevad esa cruz con optimismo, con el optimismo del cristiano,
que por la fe conoce la trascendencia de su vida de frente a la
eternidad. Llevad esa cruz y ayudar a otros a llevarla como buenos
samaritanos”.
La muerte de Cristo en la cruz se convierte para nosotros en redención. Y
si es un momento de profundo dolor, de negra pena, es al mismo tiempo,
un momento de profunda liberación. Mi alma ante ese Cristo crucificado
tiene que echarse hacia atrás, mi alma tiene que empujar, tiene que
tomar su condición de apóstol, consciente de que a partir de ahora, el
Señor crucificado vive en mí, que a partir de ahora el Señor redentor
redime con mis palabras, redime con mi corazón, redime con mi celo
apostólico, redime con mi ilusión de traer almas para Cristo, redime con
mi obediencia, redime por vivir con delicadeza mi vocación.
Así es como Cristo muere este Viernes Santo en la cruz. No es repitiendo
de nuevo su sacrificio que nosotros simplemente vamos a conmemorar. Es,
sobre todo, haciendo que nosotros nos abracemos con más claridad y con
más fuerza a este sacrificio redentor, hecho garantía, hecho amor, hecho
corazón dispuesto a servir a los hombres.
Por: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
Un amor de entrega y presencia en su Cuerpo y Sangre
Jueves Santo. La Eucaristía, una presencia
que se hace compañía cada vez que nosotros nos acercamos al Sagrario.
Siempre que uno reflexiona sobre el
misterio de la Eucaristía, podría dejar de lado que la Eucaristía es un
misterio de presencia de Cristo, un misterio de entrega de Cristo. Una
entrega que se hace presencia cada vez que el sacerdote pronuncia las
palabras sacramentales sobre el pan; una presencia que se hace compañía
cada vez que nosotros nos acercamos al sagrario.
Vamos a contemplar el misterio de la institución de la Eucaristía,
pidiendo a Jesús entregarnos con Él, que se entrega; hacerme don con Él,
que se da; dejar invadir mi corazón del corazón de Cristo entre los
hombres. Un amor hecho entrega y presencia en su Cuerpo y su Sangre
Eucarísticos.
"Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles; y les
dijo: con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros[...] Tomó
luego pan, y, dando gracias, lo partió y se los dio diciendo: Éste es mi
cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío’. De
igual modo, después de cenar, tomó la copa diciendo: Esta copa es la
Nueva Alianza de mi sangre que es derramada por vosotros."
Un pan y un cáliz que yo sé, por la fe, que son su cuerpo y su sangre.
Se ha realizado un milagro, el milagro más grande. La pasión de Cristo
se ha realizado de una forma incruenta. Efectivamente su cuerpo y su
sangre son su sacrificio. Cristo ha realizado su sacrificio, incluso
antes de morir. Como si su amor fuese tan grande que fuese capaz de
anticipar el misterio de la redención para mí. Y este don, este
sacrificio se me da a mí como cristiano; se da a todos los hombres.
¿Qué es lo que hace Cristo? ¿Cómo se entrega Cristo? El pan, que es
partido, roto, por las manos de Cristo, ese pan ya no es una mezcla de
harina con levadura, sino que es su cuerpo. Se rompe Él mismo, se da Él
mismo; y, al mismo tiempo, ese pan roto y dado es el gesto del Padre que
da al Hijo, que entrega al Hijo como don a la humanidad.
Entre los judíos, la Pascua se celebraba en familia, y el que presidía
la cena pascual representaba al padre de familia. En el misterio de la
Eucaristía, Cristo -el Hijo- está al mismo tiempo siendo Padre que da al
Hijo; el Padre -Dios-, que da al Hijo -Cristo— a los hombres, es el pan
y el vino. El Padre que da al Hijo, que entrega al Hijo a la humanidad.
La Eucaristía es así el pan roto y entregado, es el amor del Padre
hasta el extremo de entregar al Hijo en sacrificio por los pecados.
El pan que Cristo me da es su cuerpo que se entrega por mí; la sangre
que Cristo derrama es derramada por mí. En ese cáliz, que el sacerdote
tiene entre sus manos, está la sangre de Cristo, la sangre del Cordero,
para que se produzca la conclusión de una Alianza Nueva, de un nuevo
pacto puesto en favor de los hombres.
Debemos contemplar todo esto y dejar que nuestro corazón discurra sobre
los gestos de Cristo, sobre las palabras de Cristo; sobre todo lo que
está contenido en este misterio. Misterio que nos da una Alianza
ofrecida sobre una persona. Una persona que no es simplemente una
persona humana, es la persona del Hijo de Dios. Dios de Dios, Luz de
Luz, y al mismo tiempo cuerpo entregado y sangre derramada.
¿Qué hay en el corazón de Cristo? ¿Cuál es el corazón de Cristo ante el
misterio de la Eucaristía? Intentemos contemplar el corazón y el alma de
Cristo; veamos su corazón que busca darse sin barreras. Un corazón que
anhela, que desea dar todo lo que Él es. Y para lograrlo no encuentra
otro camino mejor que darse en el pan y en el vino, como cuerpo y
sangre; alma y divinidad.
Cristo se da sin barreras de tiempo y espacio. Cada vez que comulgamos,
cada vez que recibimos la Eucaristía, se rompen todas las barreras
físicas de la eternidad en el tiempo, de una época con otra, y entramos
en misteriosa comunicación con Cristo. Y se cumple ese don, cuando
misteriosamente, sacramentalmente, Jesucristo penetra en mi persona y se
me entrega sin ninguna barrera. Cristo busca, además, manifestarme su
amor, como dirá San Juan: “nos amó hasta el extremo”. Él me
manifiesta su amor queriendo y pudiendo entrar en mi persona. Si el amor
es la comunión de aquellos que se aman, ¿qué mayor comunión que la del
cuerpo y la sangre de Cristo con mi espíritu, con mi alma, con mi
persona? Cristo, en su corazón, busca continuar cerca de mí.
Él sabe, Él es consciente de que vivimos muchas veces en soledad, aunque
estemos acompañados por mucha gente, aunque haya muchas personas a
nuestro alrededor. Una soledad que no solamente la sentimos nosotros,
sino que es muchas veces patrimonio de todos los hombres. Cristo quiere
quebrar esa soledad con la Eucaristía. Cristo no quiere que yo esté
solo, y quiere darse Él como acompañante para transmitirme su vida. “Quien me come vivirá por mí; aquél que me come no morirá para siempre”.
El misterio de la Eucaristía es promesa de vida eterna. Cada vez que
recibo a Cristo en la Eucaristía, se me está entregando la promesa de la
vida que no acaba para siempre. Éste es el gesto supremo del amor que
busca la identificación de voluntades y de existencia. "¡Con qué anhelo he deseado comer esta Pascua con vosotros!" Cristo
me busca más a mí, de lo que yo lo busco a Él. Cristo quiere estar más
cerca de mí, de lo que yo quisiera estar cerca de Él. En su interior
está el deseo de vivir esta Pascua, que es la antesala de la realización
del Reino de Dios entre los hombres. La Pascua con la que Él va a
llevar a plenitud su obra, con la que va a realizar el anhelo que le
trajo al mundo.
En el corazón del Cristo, en la Última Cena, brilla radiante un deseo:
comer la Pascua, cumplir la Pascua en el Reino de Dios. El anhelo de
realizar la voluntad del Padre, el deseo ardiente de cumplir con lo que
el Padre le pide. Para Cristo, comer la Pascua, no es sólo repetir un
rito que recordaba a los hebreos su liberación de Egipto. Para Cristo,
comer la Pascua, es realizarla en su persona; es ofrecer su persona como
precio de la liberación de su pueblo; es partir en dos el pan del
pecado con la sangre de sus venas, con el último latido de su corazón.
¿Qué es lo que yo hago ante este Cristo de la Eucaristía? Cuando el Hijo de Dios se hace pan y se hace vino entregado por mí, derramado por mí, no puedo sino suscitar en mí sentimientos y determinaciones de comunión, de identificación con mi misión redentora. ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Acaso puedo llegar a captar plenamente, con mi inteligencia pequeña, limitada, todo lo que sucede en la Eucaristía? ¿No tendré más bien que determinarme a decir: “Señor, quiero comulgar contigo, quiero empaparme de ese sentimiento, de ese anhelo de realizar la Pascua, de tenerte cerca de mí, de estar tú y yo en comunión, en identificación”? Al recibir a Cristo debo animarme a un compromiso total ante el suyo, sin mediocridades, sin tibiezas, sin dudas. Tengo que saberme fortalecido en todas mis soledades y acompañado en mis fracasos y triunfos.
Por: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net